La jefa que me dominó en la oficina

 

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Nunca imaginé que aquella reunión de trabajo terminaría así. Mi jefa, una mujer imponente, con tacones y mirada fría, me pidió que me quedara después de que todos se marcharon. «Necesito hablar contigo en privado», dijo. Yo asentí, nervioso. Apenas cerró la puerta, cambió por completo: me acorraló contra la pared y me besó con fuerza.

Sentí su perfume intenso y el roce de su lengua obligándome a entregarme. Apenas pude respirar cuando me ordenó arrodillarme. Obedecí sin pensar, con el pulso acelerado. Ella se levantó la falda, me agarró del cabello y me guió hasta su sexo húmedo. «Lámeme como un buen subordinado», susurró. Lo hice, temblando entre excitación y sumisión.

Su gemido fue la recompensa más erótica que había escuchado. Me devoré su intimidad mientras ella me apretaba más contra sí, hasta que sus piernas temblaron. Luego me hizo recostarme en el escritorio y, para mi sorpresa, sacó de su cajón un cinturón de cuero. «Hoy vas a aprender lo que es obedecer», me dijo. Ató mis manos y me montó con fuerza.

Sentí su cuerpo cabalgándome, su mirada dominante perforándome. Cada movimiento era una mezcla de placer y dolor, y no podía detenerme. Ella me usaba como su juguete, y yo lo disfrutaba más de lo que jamás habría imaginado. El orgasmo me llegó intenso, desgarrador, mientras ella gemía con autoridad.

Al final, desató mis manos y me acarició el rostro como si nada hubiera pasado. «Mañana quiero que trabajes como siempre, pero recuerda: ahora me perteneces». Salí de la oficina con las piernas temblando, sabiendo que esa dominación era el inicio de un juego que me marcaría para siempre.