Cuando entré a la universidad, lo último que esperaba era terminar viviendo en una residencia femenina compartida con otras tres chicas tan sexys como peligrosas. Dayanara, Denisse y Romina eran estudiantes de diferentes facultades, pero todas compartían un estilo atrevido, libre y sin filtros. Al principio, todo parecía normal: risas, películas, fiestas… hasta que un viernes cualquiera, me invitaron a un juego de “verdad o atrevimiento” que terminó cambiando todo para siempre.
Estábamos en pijama, con vino, luces tenues y música sensual. Las preguntas se volvieron cada vez más íntimas. Cuando fue mi turno, Dayanara me preguntó si alguna vez había estado con otra chica. Antes de que pudiera contestar, Sol se acercó y me besó, suave, profundo, con la lengua explorando mi boca. Las otras aplaudieron y gritaron: “¡Ahora el atrevimiento!” Me hicieron quitarme la ropa lentamente frente a todas. Mi cuerpo temblaba, pero no de vergüenza… de deseo.
Me sentaron en el sofá, desnuda, y las tres comenzaron a tocarme al mismo tiempo. Denisse lamía mis senos mientras Dayanara jugaba con mis muslos, y Romina ya tenía su lengua entre mis piernas, recorriéndome como si supiera exactamente cómo volverme loca. Me retorcía entre sus manos, jadeaba, me corrí gritando mientras me lamían juntas como si me compartieran.
Pero no terminó ahí. Dayanara se quitó la ropa, se sentó sobre mi cara y me pidió que la hiciera gemir. Lo hice con gusto. Su sabor era adictivo. Mientras la devoraba, Denisse se tumbó junto a mí, y Romina se puso un arnés. Se lo metió despacio a Denisse mientras la besaba, y yo, en medio de ambas, sentía la energía más intensa que jamás había vivido. Era como si todas estuviéramos conectadas, húmedas, calientes, vibrando juntas.
Pasamos horas explorándonos. Juegos de roles, esposas, vendajes, aceites calientes. Cada noche después de esa, se convirtió en una orgía de descubrimiento y placer. Aprendí que el deseo no tiene reglas, y que mis compañeras no eran solo amigas… eran mis maestras en el arte de sentir.
La residencia universitaria jamás volvió a ser la misma. Y cada viernes, cuando cerramos las cortinas y bajamos las luces… empieza otra clase. Una clase que ninguna quiere perder.