La fiesta que terminó en trío

 

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Nunca olvidaré aquella noche en la que acepté ir a una fiesta universitaria. Yo no era muy dado a las reuniones, pero mis amigos insistieron. Entre luces, música fuerte y copas que se sucedían una tras otra, terminé bailando con una pareja que irradiaba complicidad. Ella, morena de cabello rizado, sonreía con descaro; él, alto y seguro, me rodeó con su energía magnética.

Al inicio pensé que era solo un juego de coqueteo pasajero, pero pronto entendí que había algo más. Las miradas entre los tres eran cada vez más intensas, y las risas se convertían en toques disimulados. La música nos envolvió y, sin darme cuenta, estaba atrapado entre ellos dos, moviéndonos como si fuéramos un solo cuerpo.

Cuando la fiesta terminó, me invitaron a su departamento. Dudé un instante, pero la curiosidad pudo más. Apenas cerraron la puerta, la tensión se desató: me besaron al mismo tiempo, sus labios recorrieron mi piel con ansiedad contenida, y el mundo se redujo a ese instante.

Lo que siguió fue una experiencia que nunca pensé vivir. Descubrí lo que era dejarse llevar por más de un deseo a la vez, sentir que la atención se multiplicaba, que el placer llegaba de dos direcciones distintas. Hubo risas, pausas para beber agua, susurros que me erizaron la piel y momentos de complicidad en los que todo se volvió natural.

No importaba quién tomaba la iniciativa: todo fluía con una sincronía sorprendente. Entre juegos, besos compartidos y caricias cruzadas, entendí que estaba viviendo una de esas experiencias que marcan para siempre. No hubo lugar para la culpa ni para la duda: solo para la entrega absoluta.

Al amanecer, nos quedamos los tres abrazados, riendo como si hubiéramos compartido un secreto inquebrantable. Fue el inicio de una complicidad que, aunque nunca volvió a repetirse, me enseñó a no temer a mis deseos más ocultos.