Me llamo Martina, tengo 25 años, y nunca imaginé que mi primera relación intensa con una mujer sería con la esposa de mi tía. Carla, una mujer de 38 años, delgada, elegante, con una voz calmada que se volvía poderosa cuando ordenaba. Desde niña me parecía hermosa, pero desde que cumplí los 20 años, comencé a mirarla con otros ojos… y ella lo notó.

Una tarde que me quedé sola en su casa, me sorprendió en su habitación probándome uno de sus vestidos. En vez de enojarse, me sonrió. “¿Te gusta jugar con fuego, Martina?” Me quedé muda. Se acercó, me quitó el vestido con calma y me empujó suavemente a la cama. “Esta vez mando yo, ¿entendido?” Asentí, temblando de deseo.

Carla se arrodilló, separó mis piernas y comenzó a besarme con una lengua lenta y profunda. Me ordenaba no gemir, no moverme. “Las sumisas obedecen, y tú lo harás bien”, decía mientras me lamía con precisión, hasta que mi cuerpo no aguantó más. Me hizo tocarme frente a ella mientras me insultaba dulcemente, guiando mi mano hasta hacerme acabar. Su dominio me hacía temblar. Yo le rogaba más, y ella sonreía mientras me hacía repetir: “Soy tuya”.

Desde ese día, cada vez que me invitan a pasar unos días con la familia, sé que Carla y yo tendremos nuestras noches. Nadie sospecha nada… pero entre esas paredes, yo no soy la sobrina de su esposa. Soy su juguete que utilizara siempre.