Nunca pensé que escribiría esto, pero lo necesito contar. Mi hermana y yo siempre fuimos muy unidos, pero una noche, después de unas copas, cruzamos una línea que jamás pensé cruzar. Estábamos solos en casa, hablando de nuestras relaciones fallidas, cuando ella se inclinó y me besó de golpe. Me quedé congelado, pero mi cuerpo reaccionó con una excitación brutal.
El beso se volvió salvaje, y sus manos bajaron a mi entrepierna. «Te he deseado mucho tiempo», me confesó entre suspiros. Yo debería haberme apartado, pero no pude. La tumbé en el sofá, recorriendo su piel con mis labios, devorándola con desesperación. Ella gemía sin control, pidiéndome más.
Me arrodillé entre sus piernas y comencé a lamer su sexo. El sabor prohibido me excitaba más que nada en el mundo. Ella se retorcía, gritando mi nombre, aferrándose a mis cabellos. Su orgasmo llegó explosivo, y verla así solo aumentó mis ganas de poseerla.
Cuando la penetré, lo hice con fuerza contenida. Sus uñas arañaban mi espalda mientras yo me perdía en su cuerpo. El placer mezclado con la culpa me hacía temblar, pero no podía detenerme. Nos movíamos como animales, hasta acabar exhaustos, abrazados en un sudor compartido.
Al despertar, ninguno de los dos mencionó lo ocurrido. Pero dentro de mí sabía que esa confesión prohibida nos había convertido en cómplices de un deseo que nunca se borraría.