La Clase Privada Que No Olvidaré
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Desde el primer día, el profesor Gómez me hizo sentir nerviosa y excitada. Tenía 45 años, porte elegante y una mirada que me desnudaba sin tocarme. Una tarde me llamó a su despacho para discutir mi bajo rendimiento. Cerró la puerta y me pidió que me sentara en su regazo. Su mano acarició mi muslo lentamente. “Necesitas aprobar, ¿verdad?”, susurró. Asentí, incapaz de hablar.
Me besó con firmeza, bajó la cremallera de mi falda y metió la mano bajo mi ropa interior. Me lamió el cuello, los pezones, hasta que gemí desesperada. Me tumbó en el escritorio y me pidió que le hiciera un favor: “Chúpame, y tu nota será perfecta.” Me arrodillé y le chupé con hambre mientras él me sujetaba del cabello. Me dejó sin aliento, me empujó sobre la mesa y me penetró con fuerza.
Me dominó por completo, me hizo venirme una y otra vez, sin tocarme. Al terminar, me miró con una sonrisa y dijo: “Ahora sabes que estudiar tiene sus recompensas.”