La cita secreta en la biblioteca

 

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Siempre me había sentido atraído por Ana, la bibliotecaria joven de la universidad. Su cabello recogido en un moño desordenado y esos lentes que le daban un aire serio me volvían loco. Pasaba horas en la biblioteca fingiendo estudiar, solo para observarla caminar entre los estantes, colocando libros con esa calma que parecía esconder fuego.

Una tarde, al devolver unos textos, me acerqué con el corazón latiendo como tambor. Ella sonrió, tomó el libro y rozó mi mano sin querer. O al menos eso quise creer. Sentí un cosquilleo que me recorrió de inmediato. Cuando levanté la vista, sus ojos me sostenían con una intensidad que no esperaba.

—La biblioteca cierra en veinte minutos —me dijo con voz baja, como si compartiera un secreto.

Me quedé hasta el último minuto. Cuando las luces empezaron a apagarse, pensé que me pediría marcharme, pero en lugar de eso me invitó a ayudarla a cerrar. Caminamos entre los pasillos silenciosos, hasta que de pronto, en la sección más alejada, se detuvo y me preguntó: «¿Por qué vienes tanto aquí?». Mi respuesta fue torpe, pero honesta: «Por ti».

No hizo falta más. Se acercó y me besó con un ímpetu que borró todas mis inseguridades. La adrenalina de estar en un lugar prohibido hacía que todo fuera más intenso. Entre estantes y libros, compartimos caricias que parecían incendiar las páginas a nuestro alrededor. Sus manos expertas guiaban las mías, mostrándome caminos que nunca había recorrido.

El silencio de la biblioteca se rompía con nuestras respiraciones agitadas. El mundo desapareció: solo existían ella, yo y ese deseo contenido que por fin encontraba salida. Cuando todo terminó, exhaustos, nos recostamos unos minutos en el suelo alfombrado, riendo como adolescentes que acaban de cometer una travesura.

Antes de despedirme, me susurró: «La próxima vez, trae un cuento que valga la pena leer… y vivir». Desde entonces, la biblioteca dejó de ser un lugar de estudio, para convertirse en el rincón de mis recuerdos más intensos.