La Casera Me Enseñó Lo Que Es La Obediencia
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Me llamo Pablo, tengo 27 años, y cuando me mudé a la capital para estudiar, encontré una habitación económica en una casa familiar. La dueña era una mujer madura llamada Olimpia. Tenía unos 45 años, cuerpo curvilíneo, una voz grave que imponía respeto, y una mirada que desnudaba. Siempre fue amable, pero firme… hasta el día que llegué tarde a casa sin avisar.
Me llamó a la sala y cerró la puerta con llave. “¿Crees que puedes hacer lo que quieras bajo mi techo?”, me dijo con tono autoritario. Me hizo sentarme en una silla y se colocó frente a mí. Con una calma inquietante, se desabrochó lentamente la blusa y se subió la falda, dejándome ver su ropa interior negra. “Si vas a vivir aquí, vas a obedecer. Y hoy aprenderás a respetar mis reglas.”
Se arrodilló entre mis piernas, bajó mi pantalón y me tomó con la boca sin decir más. Su lengua era experta, cálida, se deslizaba como si leyera mis pensamientos. Me tenía totalmente bajo su control. Cada vez que intentaba tocarla, me apartaba la mano con un golpe suave. “Tú no mandas aquí”, decía entre succiones profundas. Gemía mientras me devoraba, marcando su ritmo sin detenerse hasta que terminé dentro de su boca… y ella lo tragó sin dejar una gota.
Desde entonces, cada vez que rompía una regla —o cuando ella simplemente lo deseaba—, me llamaba a su cuarto para “disciplinarme”. Vivir en esa casa no era solo una renta barata… era una entrega total a su dominio. Y yo… no podía vivir sin eso.