Había terminado una larga jornada de trabajo cuando decidí subir a la azotea del edificio para despejarme. El sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de tonos naranjas y púrpuras. La brisa fresca me acariciaba el rostro.
No estaba solo. Al fondo, apoyada en la baranda, estaba Lucía, una vecina a la que había visto pocas veces. Llevaba un vestido ligero que se movía con el viento y una copa de vino en la mano.
—Hermosa vista, ¿verdad? —dijo, sin girarse. Me acerqué y asentí, observando cómo la luz dorada iluminaba su piel.
Comenzamos a conversar, primero sobre cosas triviales, luego sobre viajes y experiencias. La conversación fluía tan fácil que no me di cuenta de cómo nos habíamos acercado tanto.
Lucía me miró a los ojos y, sin previo aviso, me besó. Fue un beso lento, como si quisiera saborear cada segundo. Mi mano se posó en su cintura y la atraje hacia mí.
El vestido se deslizó ligeramente con el viento, dejando entrever su ropa interior de encaje. Mis manos exploraron su espalda, bajando hasta sus caderas mientras nuestros labios no se separaban.
Se giró, apoyando sus manos en la baranda y mirándome por encima del hombro con una sonrisa traviesa. Aparté su ropa interior y la penetré lentamente, disfrutando de la sensación mientras el viento nos envolvía.
El sonido distante de la ciudad se mezclaba con sus gemidos suaves. La vista del atardecer y su cuerpo moviéndose contra el mío creaban una imagen imposible de olvidar.
Mis manos acariciaban sus pechos por encima del vestido, sintiendo cómo su respiración se aceleraba. Ella arqueaba la espalda, pidiéndome más con movimientos sutiles.
La giré para besarla de nuevo, levantándola y sentándola sobre la baranda. La penetré desde esa posición, sintiendo la mezcla de vértigo y placer.
Su primer orgasmo llegó con un suspiro profundo, aferrándose a mis hombros para no perder el equilibrio.
La bajé con cuidado y me arrodillé ante ella, besando su centro mientras la sujetaba por las caderas. Su sabor y el calor de su piel me envolvían por completo.
Lucía se dejó llevar, con los ojos cerrados y el cabello revuelto por el viento. Su segundo orgasmo llegó más rápido, con un gemido que se perdió en el ruido lejano de la ciudad.
La levanté de nuevo, tomándola por detrás y aumentando el ritmo. Mis manos apretaban sus caderas con fuerza.
Yo estaba al borde. Un último embate me llevó al clímax, derramándome mientras la abrazaba desde atrás.
Nos quedamos en silencio, mirando cómo el sol desaparecía en el horizonte. Lucía apoyó la cabeza en mi hombro y sonrió.
—Creo que este edificio tiene el mejor secreto de todos —susurró.
Bajamos juntos, sabiendo que aquella azotea se convertiría en nuestro lugar especial.