La aventura con dos compañeras de piso

 

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Cuando me mudé a la ciudad para estudiar, jamás pensé que terminaría compartiendo piso con dos chicas tan distintas. Laura era extrovertida, llena de energía y siempre con una broma a flor de piel. Sofía, en cambio, era callada, observadora, pero con una sonrisa que podía desarmar al más frío.

Convivir con ellas era una aventura diaria. Entre cenas improvisadas, tareas compartidas y charlas hasta la madrugada, la confianza fue creciendo. Sin embargo, una noche de verano, después de regresar de una fiesta, todo dio un giro inesperado. Estábamos los tres en la sala, aún riendo y con unas copas de más. De pronto, Laura me abrazó por detrás y, sin pensarlo, me besó en la mejilla. Sofía, contagiada, me besó del otro lado. El ambiente cambió de inmediato.

No sé cómo, pero en cuestión de segundos los tres estábamos enredados en un juego de caricias y besos que rompía cualquier límite de amistad. Era vertiginoso, emocionante, como si hubiéramos estado esperando ese momento desde siempre. Nos dejamos llevar, sin preguntas, sin pensar en mañana.

La noche se alargó en confidencias, en descubrimientos compartidos, en un vaivén de risas y jadeos contenidos. Fue como una coreografía improvisada en la que cada uno sabía qué hacer, dónde estar. Nos entregamos a la experiencia con complicidad absoluta.

Cuando despertamos enredados en el sofá, los tres nos miramos y, en lugar de incomodidad, solo encontramos sonrisas cómplices. Sabíamos que habíamos cruzado una frontera, pero también que esa aventura nos uniría para siempre.