La estación escupía vapor y silbidos como un animal antiguo. Afuera nevaba fino; los copos se pegaban al vidrio del vestíbulo del hotel, que daba justo a los andenes. Era una tarde corta de invierno y el mundo parecía hablar en voz baja.
Ella llegó envuelta en un abrigo gris, bufanda de lana, mejillas encendidas por el frío. Llevaba una maleta pequeña y esa prisa calma de quien sabe llegar a tiempo sin correr.
—La 304 —dijo en recepción, y el sonido de su voz calentó la madera pulida del mostrador.
Subimos en un ascensor que olía a cera de piso y a naranja. «Tres», marcó la aguja. En el pasillo, la alfombra amortiguaba los pasos; por la ventana redonda del fondo se veía la nieve instalarse en las vías como una partitura blanca.
La habitación tenía luz ámbar, cortinas pesadas y un radiador que jadeaba discretamente. Sobre la mesa, dos tazas y un hervidor eléctrico esperaban instrucciones. Ella dejó el abrigo en el respaldo de la silla y se descalzó con alivio audible.
—Siempre imaginé un hotel así —sonrió—, pegado a una estación, como si el tren pudiera llevarse también lo que no nos atrevemos a decir.
Puse agua a calentar; el hervidor silbó su pequeño invierno doméstico. Mientras el té teñía el agua, nos acercamos a la ventana. En el vidrio, nuestros reflejos se superponían con la nieve y un convoy detenido.
Hablamos de itinerarios que no salieron, de cartas sin timbre, de cómo algunas despedidas son estaciones intermedias y no finales. El té sabía a canela y a tregua. Sus manos rodearon la taza y el vapor le dibujó una niebla en las pestañas.
Un golpe de viento hizo vibrar el marco. Ella se acercó un poco más, como si el frío reclamara cercanía. Le acomodé un mechón detrás de la oreja y el gesto tuvo un eco mucho más grande de lo previsto.
—Quédate hasta que pase la nevada —propuso, sin solemnidad.
La lámpara sobre la mesita encendió un círculo perfecto. Dentro de esa claridad lenta, el tiempo empezó a doblarse: la conversación bajó de volumen, las manos aprendieron el contorno de la otra mano, y las miradas se hicieron casa.
El primer beso fue suave y honesto, como quien golpea una puerta conocida y, al abrirse, reconoce los muebles. Afuera un tren arrancó despacio; por un momento, nuestro pecho siguió el ritmo de los vagones.
Nos sentamos en el borde de la cama con las tazas entre las rodillas, riéndonos bajito de la torpeza compartida. Ella apoyó la frente en mi clavícula y el mundo encajó en su sitio, como una pieza que por fin encuentra su hueco.
Hubo palabras al oído, promesas sin calendario, respiraciones que se sincronizaron sin ensayo. Las cortinas resguardaron el resto. La nieve siguió cayendo, paciente, como si bendijera la pausa.
Más tarde, abrimos la ventana apenas lo justo: entró un aire limpio con olor a metal y a pan del andén. Compartimos un trozo que habíamos comprado abajo; ella dijo que la miga tibia sabía mejor cuando uno la come a destiempo.
Cuando la nevada amainó, las luces de la estación parpadearon con un ánimo nuevo. Ella miró su reloj y luego mi mano, como quien balancea los signos de un mismo idioma. «Otro té», propuse, y el hervidor respondió con su pequeño trueno.
La noche llegó sin ruido. Antes de dormir, dejó su palma sobre mi pecho, breve, exacta, como una firma discreta. Afuera, un tren nocturno silbó dos veces; adentro, la 304 guardó nuestro secreto con paredes de lana.
A la mañana, el vidrio tenía flores de escarcha y el cielo parecía recién planchado. Bajamos al lobby con paso de domingo. En el andén, el tren de las ocho soltó vapor. No dijimos adiós: dijimos «hasta el próximo invierno», y sonó mejor.