El parque botánico cerraba a las siete, pero a las seis y cuarenta el mundo ya parecía hablar en susurros. El sol caía oblicuo sobre las copas de los jacarandás, y los caminos de grava guardaban el eco de pasos que se despedían.
Ella me esperaba junto a la reja del invernadero antiguo, de hierro pintado y vidrios con pequeñas cicatrices. Tenía un vestido de lino claro y una chaqueta liviana; el viento le movía el pelo y dejaba escapar ese perfume que siempre he asociado con los finales felices.
—Llegaste justo a tiempo —dijo, señalando el cartel que prometía una última media hora de luz.
Dentro, el aire era tibio y húmedo. Las hojas grandes de las monsteras parecían manos verdes que bendecían la quietud; en el suelo, las sombras de las nervaduras dibujaban geometrías imposibles.
Caminamos entre macetas y helechos arborescentes. Ella tocaba las etiquetas de latón como si leyera nombres de viejos amigos. Me habló de una profesora que le enseñó a escuchar cómo respiran las plantas cuando cae la tarde.
La vitrina de orquídeas tenía gotas de condensación que filtraban la luz en pequeños arcoíris. Ella acercó la cara al vidrio, sonrió al verse multiplicada, y yo me vi multiplicado con ella. Había algo de juego y algo de ceremonia.
—Este lugar guarda secretos —susurró—. Algunos no necesitan traducción.
La seguí hacia un corredor estrecho, protegido por buganvilias. El corazón del invernadero tenía un banco de madera envejecida. Nos sentamos sin hablar; los hombros se rozaron y la temperatura cambió de idioma.
Le acomodé un mechón detrás de la oreja. El gesto encendió una lámpara íntima en sus ojos. Afuera, un mirlo hizo una escala exacta, como si alguien probara el tono de la tarde.
El primer beso fue lento, de esos que parecen recordar una melodía aprendida hace tiempo. Ella me tomó la mano y la apoyó sobre su pecho, allí donde la respiración encontraba un ritmo nuevo.
Nos reímos bajito, sin razón aparente, y entonces la risa se volvió abrazo: frente con frente, narices que se rozan, palabras al oído que no buscan respuesta.
El guardia pasó a lo lejos, silbando una canción antigua. La sombra cruzó por los vidrios y siguió de largo. Yo sentí que el mundo entero acababa de darnos permiso.
Apoyó la cabeza en mi hombro; yo seguí con la yema de los dedos la ruta de su clavícula, como quien traza en silencio un mapa amable. El invernadero parecía respirar con nosotros: cristales que empañan, hojas que ceden, el goteo rítmico de una canilla que no sabe de relojes.
—Quédate un poco más —pidió—. La noche aquí llega despacio.
Asentí. Los colores se apagaban con delicadeza: del verde vivo al verde sombra, del dorado al violeta tenue. Nuestras manos, entrelazadas, hicieron un puente breve que todo lo explicaba.
Cuando la campana de cierre sonó, no hubo apuro. Caminamos en silencio hasta la puerta, y en la salida ella se volvió para mirar una vez más las hojas brillando con la última luz.
—Volvamos cuando florezcan las orquídeas —dijo, y en esa frase había promesa y calendario secreto.
En el exterior, el parque despedía el día con un olor a tierra húmeda y a pétalos cansados. La acompañé hasta la avenida. Antes de separarnos, posó su mano sobre la mía un segundo más del necesario: lo justo para firmar el recuerdo.
Mientras se alejaba, el invernadero —ya a oscuras— conservó en sus vidrios una brasa de atardecer. Supe que, la próxima vez, el banco de madera volvería a esperarnos en el mismo lugar.