Habitación 609: Luces de Ciudad y Piel Desvelada

 

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La habitación 609 del hotel se abría a una vista panorámica de la ciudad, donde las luces parecían danzar bajo el cielo negro. Me apoyé contra el marco de la ventana, observando cómo el reflejo de los edificios competía con el brillo de sus ojos. Ella estaba sentada al borde de la cama, con un vestido negro que contrastaba con la blancura de las sábanas.

En la mesita, una botella de vino esperaba, junto a dos copas que parecían tan impacientes como nosotros. Afuera, el ruido lejano del tráfico era un murmullo constante, un recordatorio de que la ciudad seguía viva mientras aquí dentro el tiempo se detenía.

—Nunca pensé que aceptaras venir —dijo, rompiendo el silencio.

—Nunca pensé que me invitarías —respondí, acercándome con pasos lentos.

La alfombra amortiguaba cada movimiento. Cuando estuve lo suficientemente cerca, noté cómo sus manos se aferraban al borde de la cama, como si quisiera controlar una emoción que estaba a punto de desbordarse. Me incliné para servir el vino, y la fragancia intensa de la bebida se mezcló con el aroma dulce de su piel.

Brindamos sin apartar la mirada. El cristal de las copas chocó suavemente, y el eco del sonido pareció llenar la habitación. Ella bebió un sorbo y luego dejó la copa sobre la mesa, como si ya nada fuera tan importante como lo que estaba por pasar.

Me senté junto a ella, tan cerca que podía sentir el calor de su respiración. El vestido tenía una abertura lateral que dejaba entrever la curva perfecta de su pierna. Pasé mis dedos suavemente sobre su piel, y su respiración se aceleró. Se inclinó hacia mí y rozó mis labios con los suyos, primero tímidamente, luego con un hambre que no dejaba espacio para la duda.

El vestido se deslizó con naturalidad, cayendo sobre la alfombra como si hubiera estado esperando ese momento. Las luces de la ciudad se filtraban por la ventana, pintando nuestros cuerpos con destellos dorados y sombras juguetonas.

Terminamos recostados entre sábanas desordenadas, con la ventana abierta y la brisa urbana colándose en la habitación. Afuera, los taxis seguían su camino y las sirenas sonaban a lo lejos, pero en la 609 solo existíamos nosotros, en un instante suspendido donde la ciudad parecía rendirse a nuestra historia.

Cuando la madrugada asomó, aún estábamos despiertos, mirando las luces que poco a poco se apagaban. Y supimos que, aunque la ciudad olvidara, esa habitación guardaría para siempre el eco de nuestras voces y el calor de aquella noche.