El vestíbulo del hotel olía a madera pulida y flores frescas. Las lámparas de araña colgaban como joyas inmóviles sobre nuestras cabezas.


Me registré en recepción, y la sonrisa de la recepcionista pareció intuir que la noche traería algo más que descanso.


El ascensor subió con suavidad hasta el piso catorce, y cada número iluminado se sentía como una cuenta regresiva.


Al abrirse las puertas, el pasillo estaba en penumbra, iluminado solo por lámparas de pared que proyectaban sombras largas.


La tarjeta magnética hizo un clic suave, y la puerta de la habitación 1407 se abrió para revelar un espacio amplio y acogedor.


Las cortinas estaban abiertas, y la ciudad nocturna se extendía más allá del ventanal como un océano de luces.


En el centro, una cama impecable con sábanas blancas parecía esperarnos como testigo silencioso.


El minibar estaba lleno, y elegí dos copas de vino tinto para iniciar la velada.


Poco después, llamaron a la puerta: era Isabel, con un vestido que caía como agua sobre su piel.


—Me encanta este hotel —dijo entrando—, parece hecho para historias que no se cuentan.


Le tendí una copa y nos acercamos a la ventana, donde la ciudad nos miraba desde abajo.


—Brindemos —propuse—, por la casualidad… o por lo que no fue casual.


Las copas chocaron suavemente, y el vino dejó un sabor cálido en la boca.


Isabel se quitó el abrigo, revelando hombros desnudos que atrapaban la luz tenue.


El silencio se llenó con el rumor distante del tráfico y la música suave que llegaba desde el vestíbulo.


Nos sentamos en el sofá, tan cerca que nuestras rodillas se tocaban apenas.


—¿Te das cuenta de que podríamos desaparecer aquí y nadie lo sabría? —preguntó con media sonrisa.


El aire entre nosotros se volvió más espeso, cargado de promesas sin pronunciar.


Mis dedos rozaron su mano, y ella no se apartó.


Nos quedamos mirándonos un instante eterno, hasta que la primera palabra se volvió un beso.


Fue un beso lento, como si ambos quisiéramos memorizar cada matiz.


El vino, la ciudad y la luz crearon un mundo paralelo en esa habitación.


Isabel se levantó y caminó hacia la cama, deteniéndose a medio camino para invitarme con la mirada.


Me acerqué despacio, sintiendo cómo el espacio se encogía alrededor nuestro.


Ella se sentó en el borde, y la tela de su vestido se deslizó apenas, revelando un destello de piel.


Me pidió que apagara las luces y dejara solo la lámpara del buró.


La luz cálida dibujó contornos suaves y acentuó el brillo de sus ojos.


Nos recostamos de lado, frente a frente, como si estuviéramos a punto de contarnos un secreto.


Su mano jugó con el cuello de mi camisa, bajando y subiendo en un vaivén lento.


Yo recorrí con los dedos la línea de su brazo, sintiendo cómo su respiración se acompasaba a la mía.


—No hay prisa —murmuró—, esta noche es nuestra.


Y así fue: cada gesto, cada mirada, era parte de un lenguaje sin traducción.


La ciudad seguía ahí fuera, pero en la habitación 1407 el tiempo se había quedado quieto.


En algún momento, el reloj marcó una hora imposible, y aún seguíamos hablando en voz baja.


Isabel cerró los ojos y apoyó su frente contra la mía, como sellando un pacto silencioso.


—Cuando salgamos, nadie sabrá lo que pasó aquí —dijo, con esa media sonrisa que parecía guardar mil historias.


Nos quedamos abrazados, escuchando la respiración del otro como única certeza.


La noche en la habitación 1407 no necesitó testigos, solo el recuerdo que decidimos conservar.