Habitación 1203, lluvia sobre la ciudad
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La lluvia llevaba horas dibujando diagonales en los ventanales del hotel. Desde el lobby, las luces reflejadas en el mármol parecían ríos de neón. Subí en silencio, escuchando el murmullo de la ciudad filtrarse incluso a través del ascensor.
El pasillo del piso doce olía a madera encerada y a noches demasiado largas. Al fondo, la 1203 aguardaba con su ojo de buey, una lámpara encendida y el rumor lejano de un televisor apagado.
Ella abrió sin preguntar quién era. El marco de la puerta la recortó contra la ventana grande de la habitación, donde la ciudad parecía un océano oscuro salpicado de faros.
—Creí que no vendrías —dijo, dejando que su voz cayera con el mismo peso suave que la lluvia.
Colgué el abrigo en el respaldo de una silla y me acerqué. Había una mesa con una botella de vino a medio abrir, dos copas y una servilleta con el nombre del hotel bordado en hilo dorado.
—Llegué tarde… pero llegué —contesté, y nos sonreímos con la complicidad de quien evita decir lo obvio.
Ella caminó hacia la ventana y apoyó la frente en el cristal frío. El vapor de su aliento abrió un círculo pequeño, un ojo por el que el mundo parecía más nítido.
—¿Escuchas? —preguntó—. La ciudad también sabe susurrar cuando llueve.
Nos quedamos de pie, hombro con hombro, mirando los taxis derramar luz en las avenidas. El silencio tenía música: el tintinear del vidrio, el zumbido de los aires, el golpeteo suave de nuestras respiraciones.
Me ofreció una copa. Nuestros dedos se rozaron y el vino olió a ciruela y a promesa. Sentí que la noche, de pronto, tenía una puerta abierta en algún lugar.
Hablamos de cosas pequeñas: un libro subrayado, una canción que siempre vuelve, una tormenta vieja en otra ciudad. En cada pausa, la distancia entre nosotros se acortaba por cuenta propia.
La primera caricia fue el gesto más simple: acomodarle un mechón detrás de la oreja. Ella cerró los ojos por un segundo largo, como si ese detalle encendiera una lámpara interior.
—Quédate —dijo—. Que afuera llueva todo lo que quiera.
La habitación era un refugio de luces cálidas. Sobre la cómoda, una tarjeta con tipografía elegante deseaba «buen descanso». Nos reímos bajito del eufemismo, del pudor de las palabras.
Me acerqué lo suficiente para sentir su perfume, que traía algo de vainilla, algo de lluvia y algo que no supe nombrar. El primer beso llegó como cuando una canción encuentra su estribillo; sin sobresaltos, sin dudas, inevitable.
Ella entrelazó sus dedos con los míos y me condujo hasta la ventana. Miramos la ciudad a través de nuestro reflejo superpuesto: dos sombras encendidas que parecían aprenderse de memoria.
Las cortinas respiraban con la corriente de aire. El tacto se volvió un idioma completo: manos que preguntan, piel que responde, latidos que marcan compás. El tiempo, obediente, empezó a ir más despacio.
Apoyó su frente en la mía y reímos sin ruido, como si el hotel hubiese pedido silencio. La tensión se volvió un hilo de seda, firme y suave, que nos fue atando sin apuro.
Cuando apagamos la lámpara, la ciudad quedó como una constelación privada al otro lado del vidrio. Dejamos que la escena cambiara de luz: del dorado al azul, del afuera ruidoso a un adentro que sólo nosotros escuchábamos.
La noche tuvo orillas: la alfombra tibia bajo los pies, el borde de la cama como un muelle, el rumor de la lluvia sosteniendo cada pausa. Hubo besos lentos, respiraciones que encontraron su mismo paso, palabras apenas dichas al oído.
No hubo prisa. Sólo un «aquí» y un «ahora» nítidos, con la certeza extraña de estar llegando a un lugar conocido por primera vez.
Más tarde, abrimos un poco la ventana. El aire húmedo trajo ese olor inconfundible a asfalto lavado. Compartimos el último trago de la botella, sentados en el suelo, espalda contra la cama, rodillas que se tocan.
—Mira —dijo—. Allá abajo las luces parecen mareas.
Asentí. Pensé que, a veces, los hoteles no son sitios de paso, sino ciudades suspendidas donde el tiempo ensaya otra coreografía.
Cuando el sueño se acercó, la lluvia ya era un tambor suave. Ella se acomodó en mi hombro, y supe que el amanecer nos encontraría con esa calma rara que sólo aparece después de una noche así.
Antes de dormir, dejó su mano en mi pecho, como quien firma un acuerdo breve. Afuera, un taxi pasó cortando el charco como un cometa amarillo. Adentro, el silencio nos guardó de pie en el recuerdo.
La 1203 apagó sus luces. La ciudad siguió brillando por nosotros.