Después de ocho años de matrimonio, nuestra vida sexual se había vuelto rutinaria. Hasta que una noche, en medio de copas y miradas cómplices, mi esposa me dijo: “Esta noche quiero que me domines… completamente.” Me miró con un brillo distinto, y sin decir más, fui a buscar unas esposas de peluche que guardábamos desde hace años, olvidadas.

La até a la cabecera de la cama, con los brazos extendidos. “Hoy eres mía… y no puedes resistirte”, le susurré al oído. La besé con fuerza, bajando lentamente por su cuello, sus senos, su vientre… hasta llegar a su centro húmedo. La lamí con lentitud, disfrutando cada gemido que escapaba de su boca mientras se retorcía, indefensa, pero feliz.

Saqué una pluma y pasé su suave punta por sus pezones erectos, luego por su clítoris. Ella rogaba que la penetrara, pero la tortura placentera duró más. Hasta que finalmente, con su cuerpo pidiendo a gritos más, la penetré de golpe. “No te voy a dejar venir hasta que yo diga”, le dije mientras la embestía con fuerza, control total. Cada vez que se acercaba al orgasmo, me detenía… hasta que suplicó llorando de placer.

Cuando por fin se lo permití, se vino como nunca antes. Jadeando, temblando, sudando. La liberé, la abracé y me dijo al oído: “Mañana… me toca a mí dominarte.” Y desde entonces, nuestras noches son un juego sin reglas, donde el amor se mezcla con el deseo más salvaje.