Siempre supe que me gustaban los hombres dominantes, pero nunca imaginé que el deseo de estar entre dos me llevaría a una de las noches más intensas de mi vida. Todo comenzó en una reunión pequeña, íntima, en casa de mi amigo Esteban. Él tenía 32 años, moreno, tatuado, con voz rasposa y una actitud que siempre me había encendido. Esa noche, trajo a su primo León, recién llegado de España. León era más reservado, pero su cuerpo esculpido y esa mirada intensa me atraparon desde el primer momento.
Las copas subieron, las risas también… hasta que Esteban se acercó a mi oído y me susurró: “¿Te gustaría que te tratemos como la reina que eres… los dos?” Me quedé sin palabras, pero mi cuerpo ya había respondido. Asentí. En segundos, me llevaron al sofá. Esteban me besaba mientras León comenzaba a quitarme la ropa lentamente. Sentía sus manos recorrerme por todos lados, sus bocas devorarme como si no tuvieran prisa.
Me pusieron de rodillas entre ambos. Esteban me tomó de la cabeza y me metió su polla en la boca mientras León lamía mi espalda, bajando hasta mi trasero, separándolo con sus manos. Su lengua jugaba con mi entrada trasera mientras yo chupaba con desesperación. Gemía, babeaba, temblaba. Me sentía completamente usada… y completamente feliz.
Luego me pusieron sobre la mesa. León me penetró por la vagina con una polla gruesa, profunda, mientras Esteban me metía la suya en la boca. Me tenían atrapada, invadida, sometida por placer puro. Me corrí gritando, pero no se detuvieron. Cambiaron de posición. Esteban me penetró por detrás, mientras León me follaba por delante. Sentía cómo me llenaban al mismo tiempo. Mis piernas ya no respondían, pero mis gemidos seguían saliendo.
Me llenaron de leche caliente, uno en la boca, el otro adentro. Caí rendida entre ellos. Me abrazaron. Y Esteban solo dijo: “Cuando quieras repetir… sabes dónde encontrarnos.” Desde ese día, los martes son nuestros. Porque entre dos hombres… descubrí que nunca hay vuelta atrás.