Encuentro en el balcón de medianoche
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La ciudad dormía bajo un cielo cubierto de estrellas, pero en el balcón del décimo piso todo parecía diferente. Una brisa suave movía las cortinas y traía el aroma lejano del río.
Ella estaba allí, apoyada en la baranda, con una copa de vino en la mano y la mirada fija en las luces titilantes de los edificios. Vestía un suéter largo, y su cabello caía sobre los hombros como un velo oscuro.
Me acerqué en silencio, y sin decir palabra me puse a su lado. Nuestras manos rozaron por accidente, pero ninguno se apartó.
—Pensé que estabas dormido —susurró, sin mirarme, como si hablar en voz baja fuera parte del encanto de esa noche.
—No podía. Algo me decía que debía estar aquí.
Ella sonrió apenas, y giró para mirarme. Sus ojos brillaban más que cualquier estrella sobre nosotros. Por un instante, el mundo se redujo a esa mirada.
Sin pensarlo, le retiré un mechón de cabello del rostro. Ella no se apartó; al contrario, dio un pequeño paso hacia mí. El silencio se volvió denso, pero no incómodo.
—A veces, lo que no decimos es lo que más grita —murmuró.
Me incliné despacio, y nuestros labios se encontraron en un beso suave, sin prisa, como si quisiéramos grabar cada segundo en la memoria. El sonido lejano del tráfico era el único testigo.
Nos quedamos abrazados en el balcón, dejando que la noche nos envolviera. No había prisa, porque el momento era nuestro.