Encuentro Bajo la Lluvia

 

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La lluvia golpeaba el asfalto con un ritmo constante, y las luces de los faroles se reflejaban en los charcos como espejos rotos.


Yo corría hacia la cafetería de la esquina, buscando refugio, cuando la vi allí, de pie, con una sombrilla que parecía más un accesorio que una protección real.


Era Sofía, la vecina del piso de arriba, con quien había cruzado apenas un par de saludos en el ascensor.


Me acerqué, y ella sonrió con un gesto tímido que contrastaba con la fuerza de sus ojos.


—Parece que ambos olvidamos mirar el pronóstico —dijo, con un dejo de risa.


Compartimos la sombrilla, y aunque no evitó que nos mojáramos, creó un espacio pequeño y cálido entre nosotros.


El sonido de la lluvia se volvió un fondo que parecía aislarnos del resto del mundo.


Al llegar a la cafetería, descubrimos que estaba cerrada. Nos miramos, buscando una alternativa.


—Mi apartamento está cerca —propuso ella—, podemos secarnos allí.


El ascenso por las escaleras fue breve, pero la tensión en el aire era espesa.


La llave giró en la cerradura, y entramos dejando un rastro de gotas en el suelo.


El aroma a café recién hecho me envolvió, mezclado con algo más sutil y personal.


Sofía se quitó el abrigo, revelando un vestido que se pegaba a su piel húmeda.


—Voy a buscarte una toalla —dijo, desapareciendo por el pasillo.


Cuando regresó, me entregó una toalla y otra prenda seca para cambiarme.


—Puedes usar el baño —indicó, pero se quedó mirándome como si no tuviera prisa en que me fuera.


Secarme frente a ella se volvió un gesto cargado de algo que no entendíamos del todo.


El vapor de nuestras respiraciones se mezclaba con el calor creciente del lugar.


Nos sentamos en el sofá, todavía con el eco de la lluvia golpeando las ventanas.


—No suelo invitar gente así —admitió, jugando con una hebra de su cabello.


—Yo tampoco suelo aceptar —respondí, y ambos sonreímos.


Hubo un silencio breve, de esos que piden ser interrumpidos por algo más que palabras.


Sofía acercó su mano a la mía, y el contacto fue tan natural como respirar.


La luz tenue del salón dibujaba sombras suaves en sus mejillas.


Nos miramos fijamente, hasta que uno de los dos decidió acortar la distancia.


El primer beso fue lento, como si ambos quisiéramos memorizarlo.


Sus labios tenían el sabor de la lluvia y el calor de un refugio inesperado.


Cuando nos separamos, la respiración se sintió más profunda, más consciente.


Sofía se acomodó contra mí, como si hubiera encontrado el lugar exacto donde quería estar.


Mis dedos recorrieron suavemente la línea de su brazo, sintiendo la piel tibia bajo la tela.


El tiempo dejó de medirse en minutos, y comenzó a contarse en miradas y sonrisas.


La lluvia seguía afuera, pero dentro todo parecía más quieto, más lento.


Nos quedamos así, sin prisa, hablando de cosas simples que de pronto parecían importantes.


Sus ojos brillaban como si guardaran un secreto que aún no estaba lista para contar.


En un momento, se levantó para encender una lámpara, y la luz reveló detalles que antes quedaban en penumbra.


La tela de su vestido aún estaba húmeda, y el contorno de su silueta era un mapa que no necesitaba explicación.


Volvió a sentarse junto a mí, y su mano buscó la mía una vez más.


El beso que siguió ya no fue tímido: fue una afirmación, una puerta que se cerraba para dejar entrar solo a la noche.


La lluvia no cesó, y tampoco nuestras ganas de quedarnos allí, explorando cada rincón de esa nueva cercanía.


En algún momento, el silencio se hizo cómodo, y entendimos que no había que llenarlo con nada más.