La lluvia golpeaba el asfalto con un ritmo constante, y las luces de los faroles se reflejaban en los charcos como espejos rotos.
Yo corría hacia la cafetería de la esquina, buscando refugio, cuando la vi allí, de pie, con una sombrilla que parecía más un accesorio que una protección real. Era Sofía, la vecina del piso de arriba, con quien había cruzado apenas un par de saludos en el ascensor. Me acerqué, y ella sonrió con un gesto tímido que contrastaba con la fuerza de sus ojos. —Parece que ambos olvidamos mirar el pronóstico —dijo, con un dejo de risa. Compartimos la sombrilla, y aunque no evitó que nos mojáramos, creó un espacio pequeño y cálido entre nosotros. El sonido de la lluvia se volvió un fondo que parecía aislarnos del resto del mundo. Al llegar a la cafetería, descubrimos que estaba cerrada. Nos miramos, buscando una alternativa. —Mi apartamento está cerca —propuso ella—, podemos secarnos allí. El ascenso por las escaleras fue breve, pero la tensión en el aire era espesa. La llave giró en la cerradura, y entramos dejando un rastro de gotas en el suelo. El aroma a café recién hecho me envolvió, mezclado con algo más sutil y personal. Sofía se quitó el abrigo, revelando un vestido que se pegaba a su piel húmeda. —Voy a buscarte una toalla —dijo, desapareciendo por el pasillo. Cuando regresó, me entregó una toalla y otra prenda seca para cambiarme. —Puedes usar el baño —indicó, pero se quedó mirándome como si no tuviera prisa en que me fuera. Secarme frente a ella se volvió un gesto cargado de algo que no entendíamos del todo. El vapor de nuestras respiraciones se mezclaba con el calor creciente del lugar. Nos sentamos en el sofá, todavía con el eco de la lluvia golpeando las ventanas. —No suelo invitar gente así —admitió, jugando con una hebra de su cabello.