Desde que conocí a Liliana, supe que ella tenía el control absoluto sobre mí. Ella, una mujer madura de 42 años, segura, elegante y con una presencia que llenaba cualquier habitación. Yo, apenas 23 años, recién salido de la universidad, no podía resistirme a su mirada intensa y sus órdenes suaves pero firmes.

Todo comenzó una noche en su apartamento. Me invitó a cenar y, tras unas copas de vino, la atmósfera cambió completamente. Liliana se acercó, deslizó sus manos por mi cuello y me besó con una pasión contenida que me dejó sin aliento. “Esta noche serás mío, y yo decidiré cuándo y cómo.”

Me llevó a la habitación, me pidió arrodillarme y ató mis muñecas con unas suaves esposas de cuero. Sentí una mezcla de nervios y excitación que nunca antes había experimentado. Me besó el cuello, bajó lentamente por mi torso y mis caderas, mientras yo esperaba expectante, completamente entregado.

Con una sonrisa traviesa, sacó un pequeño látigo y comenzó a acariciarme y golpearme suavemente, marcando el ritmo de su dominio. Sus palabras eran susurros que ordenaban, pero también alentaban: “Eres mío, mi juguete, y hoy aprenderás a obedecer sin preguntas.”

Cuando por fin se deslizó dentro de mí, la sensación fue abrumadora. Cada embestida era un recordatorio de su poder y mi entrega absoluta. Me tomó fuerte de la cintura, marcando el compás con una fuerza que me hacía gemir sin control. El placer y el dolor se mezclaban en un éxtasis único.

Horas después, exhaustos y sudados, nos quedamos abrazados, ella susurrándome promesas de nuevas noches bajo su mando, y yo agradecido por ser su sumiso elegido.