El viaje en tren nocturno

 

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El vagón estaba casi vacío, iluminado por una luz tenue que oscilaba con el movimiento del tren. El traqueteo constante sobre los rieles creaba un ritmo hipnótico, y las sombras danzaban en las paredes. Me senté junto a la ventana, observando cómo la noche se deslizaba en un paisaje borroso de luces lejanas y campos oscuros.

Ella apareció en silencio, con un abrigo largo y una bufanda que ocultaba parcialmente su rostro. Me pidió permiso para sentarse frente a mí y, cuando lo hizo, sus ojos brillaron con un reconocimiento instantáneo. No éramos desconocidos… pero hacía años que no nos veíamos.

—Pensé que nunca más nos cruzaríamos —dijo, acomodando la bufanda mientras dejaba escapar una sonrisa casi imperceptible.

—Y yo pensaba que los trenes nocturnos ya no guardaban sorpresas —respondí, sin apartar la mirada.

El silencio que siguió no fue incómodo; era denso, lleno de recuerdos que ninguno de los dos se atrevía a mencionar. Afuera, la lluvia comenzó a golpear suavemente los cristales, como si quisiera acompañar la conversación que estaba por surgir.

Ella se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa. —¿Recuerdas aquella noche en la costa? —preguntó, y sus palabras parecieron encender algo en el aire.

Asentí, y nuestras manos se encontraron sobre la mesa sin que lo planeáramos. El calor de su piel atravesó cualquier distancia emocional que hubiera existido. El traqueteo del tren se volvió un latido común.

Decidimos levantarnos y caminar hacia el vagón panorámico, donde enormes ventanales dejaban ver la lluvia deslizándose en hilos de plata. Nos quedamos allí, de pie, observando el paisaje mientras nuestras manos seguían unidas.

Ella se acercó aún más, tan cerca que podía sentir el aroma sutil de su perfume, una mezcla de vainilla y sándalo. No había prisa, pero sí una certeza: esa noche sería nuestra.

En un rincón del vagón, alejados de miradas curiosas, nos sentamos juntos. La lluvia y el rugido lejano de un trueno se mezclaban con el sonido de nuestras respiraciones. Me contó fragmentos de su vida en estos años, y cada palabra suya se sentía como una pieza que encajaba en un rompecabezas olvidado.

Hubo un momento en que ya no importaban las historias pasadas ni el destino al que nos dirigíamos. La tensión creció, palpable, como un hilo invisible que nos envolvía. Me incliné lentamente, y ella no se apartó. El beso llegó suave, profundo, con la intensidad de lo que se guarda durante demasiado tiempo.

El tren siguió su camino, indiferente a lo que pasaba en ese pequeño rincón. La lluvia, el traqueteo y nuestros corazones formaban una sinfonía perfecta. Cuando nos separamos, apoyó su frente en la mía y susurró: —Ojalá este viaje no termine nunca.

Seguimos abrazados, dejando que el tiempo se estirara entre estaciones, con la certeza de que esa noche quedaría grabada para siempre en nuestra memoria.