La estación estaba casi vacía. Eran las 23:45 y el último tren nocturno se preparaba para partir. Subí al vagón de clase ejecutiva, buscando un asiento junto a la ventana. El traqueteo comenzó y, al poco rato, una mujer se sentó frente a mí. Llevaba un abrigo largo, pero sus labios rojos y su mirada intensa me atraparon de inmediato.
—Parece que viajaremos juntos toda la noche —comentó con una sonrisa. Su voz tenía un tono cálido y provocador.
El vagón estaba casi vacío, así que la conversación fluyó con facilidad. Entre risas y miradas, descubrí que se llamaba Irene y viajaba por trabajo, aunque su forma de hablar sugería que no todo era tan formal.
En una curva pronunciada, nuestras manos se rozaron sobre la mesa. Irene no retiró la suya. Sus dedos acariciaron los míos con suavidad antes de entrelazarlos. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.
Se inclinó hacia mí, su aliento mezclándose con el mío. El primer beso fue suave, explorador, pero pronto se volvió más profundo y urgente. Sentí su lengua buscar la mía y su mano acariciar mi pierna por debajo de la mesa.
El traqueteo del tren marcaba el ritmo mientras ella deslizaba su abrigo, revelando un vestido ajustado que dejaba sus hombros al descubierto. Me incliné para besar su cuello, sintiendo cómo su piel se erizaba bajo mis labios.
Sin previo aviso, se levantó y me tomó de la mano, guiándome hacia un compartimento vacío. Cerró la puerta con llave y apoyó su espalda contra ella. Me atrajo hacia sí, besándome con una intensidad que me dejó sin aire.
Mis manos recorrieron sus curvas mientras mi boca exploraba cada rincón de su cuello y hombros. Su respiración se volvió irregular, y pronto mis dedos encontraron el borde de su vestido, subiéndolo lentamente.
Irene se apoyó contra la pared del compartimento mientras yo me arrodillaba frente a ella. Aparté su ropa interior y comencé a lamerla, sintiendo cómo sus manos se aferraban a mi cabello. Sus gemidos eran suaves pero cargados de deseo.
La levanté y la giré, haciéndola apoyarse en la pequeña mesa del compartimento. La penetré despacio, dejando que cada movimiento se prolongara. Ella arqueó la espalda, buscando más profundidad.
El traqueteo del tren y el vaivén natural del vagón intensificaban cada embestida. Irene se mordía el labio, intentando contener los gemidos que escapaban entre respiraciones agitadas.
Me incliné sobre su espalda, acariciando sus pechos mientras aumentaba la velocidad. Su primer orgasmo llegó como una ola que la hizo temblar por completo. Sus uñas se clavaron en la mesa y su cuerpo me apretó con fuerza.
No me detuve, manteniendo el ritmo hasta que mi propio clímax llegó, liberándose en una oleada de placer que me dejó sin aliento.
Nos quedamos abrazados, escuchando el sonido monótono del tren mientras recuperábamos el aliento. Irene se giró, me besó y susurró: —Este viaje se me va a hacer demasiado corto.
Regresamos a nuestros asientos como si nada hubiera pasado, aunque nuestras miradas decían lo contrario. Afuera, la noche seguía su curso, indiferente a nuestro secreto.
Cuando el tren llegó a destino, me guiñó un ojo y se alejó sin mirar atrás. Me quedé con la sensación de que ese no sería nuestro último viaje juntos.
Mientras me bajaba, todavía podía sentir el calor de su piel y el sabor de sus labios… grabados para siempre en mi memoria.