El viaje de intercambio y la tentación
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Siempre había soñado con estudiar un semestre fuera de mi país, y cuando llegué a esa universidad extranjera me sentí como un extraño en tierra prometida. Todo era nuevo: las calles, los idiomas, los horarios. Lo que no esperaba era que también me esperara una experiencia que cambiaría mi vida.
La conocí en la biblioteca del campus, mientras buscaba orientación sobre un trabajo. Se llamaba Julia, era estudiante de literatura y su sonrisa iluminaba todo el salón. Me ofreció ayuda con paciencia, y pronto nuestras reuniones de estudio se convirtieron en largas tardes de conversación y complicidad. Había algo en ella que me atrapaba, una mezcla de dulzura y misterio.
Una noche de invierno me invitó a su apartamento para repasar unos textos. Llevé mis apuntes, pero apenas los abrimos. Encendió una lámpara pequeña, puso música suave y me ofreció vino. La charla fluyó entre risas y confidencias, hasta que los silencios empezaron a ser más elocuentes que las palabras. Nos miramos fijamente, y entonces ocurrió: me besó con una delicadeza que me dejó temblando.
El beso se transformó en caricias, en confesiones de deseo contenidas demasiado tiempo. Sentí que el mundo desaparecía, que solo quedábamos ella y yo en esa habitación tibia. El nerviosismo de la primera vez, mezclado con la adrenalina de estar en un lugar nuevo, me hizo vivirlo todo con intensidad doble. Hubo pausas, miradas, roces tímidos que se volvieron más atrevidos con cada instante.
Al final de la noche, exhaustos, nos quedamos abrazados, mirando el techo y sonriendo como dos cómplices que habían descubierto un secreto irrompible. Sabía que esa experiencia marcaría para siempre mi viaje de intercambio, no solo por los estudios, sino por el despertar de un lado de mí que jamás había explorado.