El vestidor del gimnasio

 

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Era viernes por la noche y el gimnasio estaba casi vacío. Había terminado mi rutina de pesas y me dirigí al vestidor. El olor a jabón y desinfectante se mezclaba con el eco de las duchas en funcionamiento.

Al entrar, la vi: Vanessa, la instructora de spinning, de pie frente a su casillero con una toalla alrededor del cuerpo. Sus piernas torneadas y el cabello húmedo me dejaron sin palabras.

—No esperaba verte a esta hora —dijo, sonriendo mientras se secaba el cuello. Me encogí de hombros y le devolví la sonrisa.

Comenzamos a charlar de forma casual, pero sus ojos me recorrían de arriba abajo sin disimulo. Se inclinó para guardar algo en el casillero, y la toalla se aflojó ligeramente, revelando un destello de piel.

Me acerqué y puse una mano en su cintura. No se apartó. Al contrario, giró la cabeza y me besó con fuerza, dejando caer la toalla al suelo.

Sus pechos, firmes y húmedos, se presionaron contra mi pecho. Mis manos exploraron su espalda, bajando hasta su trasero mientras nuestras lenguas se entrelazaban.

Vanessa deslizó sus manos hasta mi pantalón corto y lo bajó de un tirón. Su mano envolvió mi erección antes de inclinarse para tomarla en su boca. Su lengua trabajaba con precisión, alternando succión y caricias suaves.

No podía resistir mucho tiempo así, así que la levanté y la llevé hasta una banca. La senté y abrí sus piernas, besando y lamiendo su intimidad hasta que sus gemidos comenzaron a resonar en el vestidor vacío.

Su sabor era intenso, y cada vez que movía las caderas, yo respondía con más presión y velocidad. Su primer orgasmo llegó con un suspiro largo y profundo.

Sin darle respiro, la coloqué de pie, apoyada contra la pared fría del vestidor. La penetré lentamente, sintiendo cómo me recibía por completo.

Mis manos sujetaban sus caderas mientras aumentaba el ritmo. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el goteo de las duchas cercanas.

Vanessa apoyó su frente en la pared, jadeando. Yo me incliné sobre su espalda para besar su cuello y morder su oreja suavemente.

La giré y la recosté en la banca, tomándola con fuerza mientras sus uñas se clavaban en mis hombros. Su segundo orgasmo llegó con un grito ahogado.

Yo estaba al límite. Aceleré aún más hasta derramarme dentro de ella, sintiendo cómo sus piernas me rodeaban con fuerza.

Nos quedamos un momento en silencio, respirando agitados. La miré y sonrió, todavía recuperando el aliento.

—Creo que deberías entrenar más seguido a esta hora —dijo con picardía.

Me vestí lentamente, observándola mientras se envolvía de nuevo en la toalla, con una mirada que prometía repetirlo pronto.

Salimos juntos del vestidor, como si nada hubiera pasado… pero con un secreto compartido imposible de olvidar.