El taller de escritura erótica

 

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Me inscribí en un taller de escritura erótica por curiosidad. Nunca había mostrado mis textos a nadie, y menos aún textos tan íntimos. El profesor, Andrés, era un hombre joven pero con una seguridad que imponía. La primera clase nos pidió leer en voz alta, y yo, temblando, apenas logré articular mis palabras.

Cuando terminé, me sonrió con complicidad. «Tu relato tiene alma», me dijo, «pero falta que lo escribas con el cuerpo». Esa frase quedó resonando en mi mente. Al final de la sesión, se me acercó y me propuso continuar la charla en la cafetería de la esquina.

Lo que comenzó como una conversación literaria se fue transformando en algo más íntimo. Entre ejemplos de escritores, confesiones personales y risas nerviosas, descubrimos una tensión que ninguno se atrevía a nombrar. Hasta que, de pronto, me pidió que lo acompañara al estudio donde escribía.

El estudio era pequeño, lleno de libros apilados y una mesa de madera con marcas de tinta. Allí me pidió que escribiera un texto breve, pero esta vez describiendo lo que sentía en ese instante. Tomé la pluma, mis manos temblaban, y lo hice. Cuando terminé, me arrebató la hoja, la leyó y me miró a los ojos con una intensidad que me desarmó.

El beso fue inevitable. Nos encontramos con una fuerza que llevaba semanas gestándose. Las palabras se convirtieron en caricias, en confesiones sin tinta. Descubrí lo que era dejar que la piel hablara por encima de la razón, sentir que cada línea escrita se traducía en un roce, en un suspiro, en un silencio compartido.

No hubo necesidad de narrar nada más en papel. Esa noche, las páginas quedaron vacías, pero nuestros cuerpos escribieron la historia que aún guardo como el relato más verdadero de todos.

Al salir, me dijo: «Ya sabes lo que significa escribir con el cuerpo». Y yo supe que nunca más volvería a ver la literatura con los mismos ojos.