Me llamo Iván, tengo 29 años, y nunca había estado con otro hombre. Hasta que conocí a Joel, el plomero que vino a revisar una filtración en mi departamento. Alto, tatuado, con camiseta ajustada y mirada desafiante. Desde que lo vi supe que esa tarde sería diferente.
Mientras revisaba bajo el lavaplatos, noté cómo su pantalón se ajustaba a su trasero firme. Me observaba de reojo. Cuando terminó, me pidió un vaso de agua. Al entregárselo, nuestras manos se rozaron y me dijo: “Si quieres que me quede… tendrías que invitarme a otra cosa”. Cerré la puerta, y sin decir palabra, lo besé con fuerza. Joel me empujó contra la pared, bajó mis pantalones y comenzó a lamer mi cuello mientras me sobaba con una mano fuerte y decidida.
Me giró, me escupió entre mi trasero y empezó a jugar con su lengua ahí abajo. Nunca me habían hecho eso. Sentí su lengua húmeda lamiéndome el trasero, preparándome, hasta que con una sola embestida me penetró por detrás, fuerte y profundo. Jadeaba en mi oído, mientras me tomaba de las caderas y marcaba su ritmo sin compasión. Mis gemidos llenaban la sala. Era sucio, intenso… y adictivo.
Nos corrimos juntos, yo sobre el suelo, él aún dentro de mí. Al terminar, se limpió el sudor y dijo: “Si necesitas mantenimiento... sabes a quién llamar.” Desde entonces, cada visita suya a casa termina con herramientas en el suelo y mi cuerpo rendido bajo el suyo.