Conducía de madrugada por una carretera desierta cuando la lluvia comenzó a caer con fuerza. La visibilidad era casi nula y decidí parar en el único hotel que vi iluminado. El lugar tenía un aire antiguo, con una recepción vacía y un timbre en el mostrador. Al tocarlo, apareció una mujer de unos cuarenta y tantos, con un vestido ceñido y una mirada que irradiaba confianza.
—Parece que te agarró la tormenta —comentó, entregándome la llave de la habitación. Su voz era grave, sensual. Mientras subía las escaleras, sentí su mirada siguiéndome.
La habitación estaba cálida, con una luz tenue y el sonido de la lluvia golpeando la ventana. Apenas comencé a desabrochar mi chaqueta, alguien golpeó la puerta. Era ella, con una toalla y una botella de vino. —Por si quieres calentar un poco la noche —dijo, entrando sin esperar respuesta.
Conversamos un rato mientras bebíamos. Su perfume llenaba el aire y, en un momento de silencio, posó su mano sobre la mía. La electricidad fue instantánea. Me incliné y nuestros labios se encontraron, lentos al principio, pero pronto cargados de deseo.
Me empujó suavemente hacia la cama y se sentó sobre mí, deslizándose con gracia para quitarme la camisa. Sus manos recorrieron mi pecho, sus uñas dibujando líneas que me erizaban la piel. Bajó lentamente, dejando un rastro de besos hasta llegar a mi cintura.
Con una destreza deliciosa, liberó mi erección y la rodeó con sus labios, succionando con fuerza y jugando con la lengua. El sonido húmedo se mezclaba con la lluvia, creando una atmósfera casi hipnótica. Cerré los ojos, dejándome llevar.
La giré y comencé a desvestirla, descubriendo una lencería negra que contrastaba con su piel clara. Me arrodillé y probé su sabor, lamiendo con movimientos circulares que la hicieron gemir profundamente. Mis dedos entraron en ella, aumentando su respiración.
La penetré con fuerza, sosteniéndola por las caderas mientras sus piernas se enroscaban a mi alrededor. Su cuerpo se movía al compás, buscando más, pidiendo más. El ritmo se aceleró hasta que su orgasmo la sacudió por completo.
Yo la seguí, derramándome en ella con un gemido profundo. Nos quedamos abrazados, escuchando la lluvia y nuestras respiraciones entrecortadas. Antes de dormirme, pensé que esa tormenta había sido la mejor excusa para detenerme en aquel hotel.
A la mañana siguiente, ella ya no estaba. Solo una nota sobre la almohada: "Vuelve cuando quieras, la carretera siempre trae sorpresas".