El gimnasio después de medianoche

 

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Era casi medianoche cuando llegué al gimnasio. Desde hacía semanas tenía la llave que me permitía entrenar fuera del horario normal, pero esa noche no estaba solo. Sofía, una entrenadora personal, también había decidido quedarse más tiempo. Llevaba unos leggings negros y un top ajustado que marcaba cada curva.

—No sabía que venías tan tarde —me dijo con una sonrisa, mientras ajustaba el peso de una máquina. La música suave llenaba el ambiente, y el eco de nuestros pasos sobre el suelo vacío creaba una sensación extraña, como si el mundo fuera solo de nosotros.

Mientras hacía mis ejercicios, no podía dejar de mirarla. Sus movimientos eran fluidos, su cuerpo brillaba con un ligero sudor que me volvía loco. Me acerqué para "pedir ayuda" con la barra, y cuando nuestras manos se rozaron, una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo.

Ella se inclinó sobre mí para corregir mi postura, su pecho rozando mi espalda. Su aliento caliente me erizó la piel. —Así, más lento… —susurró. Giré la cabeza y nuestros labios se encontraron en un beso inesperado pero intenso.

Dejamos caer las pesas al suelo y la atraje hacia el banco. Mis manos recorrieron sus caderas y subieron lentamente por su cintura, sintiendo el calor que desprendía. Sus manos bajaron por mi pecho, desabrochando mi sudadera hasta dejarla caer.

Se arrodilló frente a mí, su boca encontrando mi erección a través de la tela. Con un movimiento ágil, la liberó y comenzó a lamer lentamente, aumentando el ritmo hasta que mi respiración se volvió irregular. Sus ojos me miraban, llenos de deseo.

La levanté y la llevé hasta la zona de colchonetas. La tumbé y comencé a besar cada centímetro de su cuerpo, desde su cuello hasta su ombligo, hasta llegar a su intimidad. La lamí con hambre, sintiendo cómo sus manos se enredaban en mi cabello.

La penetré mientras sus piernas se enroscaban en mi cintura. Su cuerpo se arqueaba con cada embestida, sus gemidos rebotaban en las paredes vacías del gimnasio. El sudor de ambos se mezclaba, y el olor a sexo llenaba el aire.

Su orgasmo llegó primero, con un grito ahogado y espasmos que me hicieron seguir hasta el límite. Me derramé dentro de ella, cayendo exhausto a su lado. La música seguía sonando, pero nosotros estábamos en otro mundo.

Nos vestimos entre risas y miradas cómplices. Al salir, Sofía me susurró al oído: —Ahora que tenemos el gimnasio para nosotros, creo que deberíamos entrenar así más seguido.