Mi nombre es Danny, tengo 20 años y juego en un equipo universitario de fútbol. Siempre tuve respeto por el entrenador Jacinto: un tipo duro, masculino, con tatuajes, voz grave y una mirada que imponía. Pero desde hace semanas notaba cómo me observaba en las duchas, cómo sus ojos recorrían mi cuerpo con hambre.
Una tarde, después de un entrenamiento intenso, me llamó a su oficina. “Necesito hablar contigo… en privado.” Entré aún sudando. Cerró la puerta con seguro. “Te he estado observando… y sé que tú también lo sientes.” Se acercó y me tomó del cuello, sin esperar respuesta me besó con fuerza. Su lengua me invadió la boca, su mano bajó directo a mi short.
Me arrodilló frente a él y sacó su miembro enorme. “Chúpalo como si tu puesto dependiera de esto”, ordenó. Lo hice. Sentí su mano sujetándome la cabeza, marcando el ritmo. Gozaba con cada gemido que me escapaba. Luego me levantó, me apoyó contra la pared del vestuario y me lo frotó por detrás, sin penetrar, solo rozando mientras me susurraba: “Hoy solo quiero que sientas lo que es obedecer.”
Me hizo acabar con solo su lengua, sus manos y su autoridad. Me miró a los ojos y dijo: “Mañana te quiero temprano… y sin ropa interior.” Desde entonces, sus órdenes no son solo tácticas deportivas. Yo las cumplo… todas.