Era un viaje familiar en una casa de campo. Sofía y yo siempre habíamos sido cercanos, pero ese fin de semana algo cambió. Dormíamos en habitaciones contiguas y la casualidad quiso que nos encontráramos en la cocina, de madrugada, solos, con la tensión de un secreto que se venía gestando.
La luz tenue del refrigerador iluminó su figura en pijama. Cuando se acercó a pedirme un vaso de agua, su mano rozó la mía y nuestros ojos se encontraron. Sin pensarlo, la besé. Fue un beso ardiente, cargado de años de represión. Ella respondió con un gemido, pegándose a mí.
Nos escondimos en la sala, temblando de deseo. La tumbé en el sofá y mis manos recorrieron su cuerpo con avidez. Sofía jadeaba mientras yo bajaba hasta su sexo, devorándola con mi lengua, arrancándole gemidos que intentaba sofocar para no despertar a la familia. El sabor prohibido me volvió adicto en segundos.
Ella no se quedó atrás. Se subió sobre mí y me penetró con movimientos torpes pero desesperados, mientras nuestras respiraciones se mezclaban. El sofá crujía, nuestros cuerpos se buscaban sin miedo. La sensación de lo prohibido nos excitaba más que cualquier otra cosa.
Cuando llegamos al clímax, abrazados y jadeantes, sabíamos que habíamos cruzado un límite. Nos prometimos silencio, pero esa madrugada marcó un antes y un después: éramos primos, sí, pero también amantes en un secreto que solo nosotros compartiríamos.