Me llamo Abel, tengo 23 años y vivo con un compañero de cuarto llamado Uriel, un chico alto, moreno, de mirada intensa y sonrisa traviesa. Desde el primer día noté cómo sus ojos me seguían y cómo sus manos a veces rozaban las mías con una intención clara.
Una noche, después de una fiesta universitaria, llegamos al apartamento casi sin fuerzas. Uriel me tomó por la cintura y me susurró: “Hoy te voy a enseñar lo que es el verdadero placer.” Me empujó contra la pared y comenzó a besarme con hambre. Su lengua era dominante, firme, y me dejaba sin aliento.
Me arrodilló frente a él, bajó mis pantalones y metió su boca con maestría, recorriendo cada centímetro con lengua experta. Me hacía gemir y retorcer, mientras sus manos me sujetaban con fuerza. Me dominaba sin que pudiera hacer nada más que entregarme.
Cuando terminé, me miró con ojos llenos de deseo y dijo: “Esto es solo el comienzo, Abel. Mañana será aún mejor.” Desde entonces, cada noche se convierte en un juego de sumisión y placer que no quiero perder jamás.