Mi esposo era millonario, controlador y ausente. Siempre ocupado, siempre de viaje. Y yo, encerrada en esa mansión fría, sola, aburrida… y caliente. La única distracción era Darwin, el nuevo chofer que contratamos hace unos meses. Un hombre afrodescendiente, de cuerpo enorme, espalda ancha y mirada oscura. Educado, serio… pero cuando se quitaba el saco para lavar el auto, con los músculos tensos y el pantalón mojado, no podía dejar de mojarme solo de verlo.
Una tarde, después de llevarme al spa, lo invité a pasar a la casa “a tomar algo”. Se negó al principio. “Señora, esto no está bien”, dijo. Me acerqué, le toqué el pecho y le dije: “No soy tu señora. Hoy, soy tuya.” Lo besé. Su resistencia cayó en segundos. Me alzó como si no pesara nada, me apoyó contra la pared del pasillo, y comenzó a devorarme los labios. Me arrancó la blusa, bajó mi pantalón y metió sus dedos con una fuerza deliciosa. “Estás tan mojada como lo imaginé”, murmuró.
Me arrodillé frente a él. Su polla era monstruosa. Nunca había visto una así. Me costaba meterla entera en la boca, pero lo intenté, babeando, gemiendo, dejándome usar. Me sujetó del cabello y me la metió más y más, hasta que sentí sus testículos contra mi barbilla. “Qué mujer blanca tan obediente”, me decía. Me corrí sin tocarme.
Me llevó al escritorio de mi esposo. Me puso en cuatro sobre sus papeles. “Ahora sí vas a saber lo que es que te rompan de verdad.” Me escupió el trasero, lo abrió con los dedos, y comenzó a meter su polla lentamente, hasta que entró completa. Grité de placer y dolor mezclados. Me sujetó de la cintura y comenzó a follarme duro, sin piedad. Me dio nalgadas, me decía obscenidades, me hacía gemir como una perra en celo. Me corrí dos veces, temblando. Él terminó dentro de mí, profundo, caliente.
Al final, me limpió con un pañuelo de mi esposo, se subió el cierre y me dijo al oído: “Cuando él se vaya de nuevo, sabes que solo necesitas llamarme.” Y lo hice. Lo sigo haciendo. Porque Darwin no es solo mi chofer. Es mi dueño… y me hace sentir viva.