El Acuerdo de Medianoche
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La ciudad parecía contener la respiración cuando Lucía llegó al bar con su abrigo oscuro y esa sonrisa que encendía todas las mesas.
Yo ya llevaba un rato esperando, jugando con el borde del vaso como si pudiera leer en el hielo lo que ocurriría después. Nos miramos sin prisa, como dos desconocidos que fingen no reconocerse mientras todo arde por dentro. Se sentó frente a mí y dejó el abrigo sobre el respaldo, revelando un vestido sencillo que la hacía ver peligrosa sin esforzarse. —Llegas puntual —dijo, y esa palabra se quedó vibrando entre nosotros. Hablamos de nada y de todo: del clima, de la música, del bar nuevo en la esquina, como si estuviéramos calentando motores. En algún momento, su rodilla rozó la mía bajo la mesa y no se apartó. El camarero dejó otra ronda, y la luz cálida del local nos envolvió como una complicidad silenciosa. —Propongo un acuerdo —susurró Lucía, bajando la voz—: esta noche, sin historias pasadas, sin futuros. Solo lo que nos nazca. Asentí, sabiendo que ya estaba dentro del juego desde antes de escuchar las reglas. Pagamos y salimos a la calle húmeda, con el brillo de los faroles resbalando por el asfalto. El viento nos empujó uno hacia el otro, y nuestras manos se encontraron como si lo hubieran practicado. Tomamos un taxi sin hablar, compartiendo una distancia mínima que parecía electricidad pura. Subimos por el ascensor en silencio, mirando la cuenta regresiva de los pisos como si cada número fuera un latido contenido. La puerta del apartamento se cerró a nuestras espaldas con un clic que sonó a promesa. Lucía dejó las llaves en la mesa y se descalzó, caminando en puntas de pie por la sala como una coreografía íntima. Apagué las luces y dejé solo una lámpara encendida, suficiente para dibujar contornos y borrar pudores. Nos acercamos con la calma de quien sabe exactamente lo que quiere. Su frente tocó la mía; olía a lluvia recién caída y a decisión. —Esta noche —repitió—, escuchamos al cuerpo y a la respiración. Mis dedos recorrieron su abrigo hasta liberarlo del respaldo, y lo coloqué sobre el sofá como si se tratara de un rito. Lucía rozó mi cuello con la yema de los dedos, un mapa nuevo en una piel vieja.