Valeska y yo éramos inseparables desde el colegio. Compartíamos todo: ropa, secretos, risas... excepto una cosa: nunca habíamos cruzado esa línea. Siempre supe que era hermosa, con su cabello ondulado, sus labios gruesos y ese cuerpo curvilíneo que robaba miradas en cualquier lugar. Pero era mi mejor amiga, y aunque algunas noches me sorprendía deseándola, nunca me atreví a decirlo. Hasta aquella noche.
Nos quedamos solas en su departamento después de una fiesta. Habíamos bebido, reído, bailado pegadas como si ya no existiera el mundo. A las 2 de la madrugada, nos tiramos en su cama, solo con ropa interior. Ella encendió un cigarrillo, lo compartimos, y de pronto… me miró con esa sonrisa que lo decía todo. “¿Alguna vez alguna mujer te ah besado?”, susurró. No respondí. Solo acerqué mis labios a los suyos.
El beso fue suave al principio, como si estuviéramos tanteando el terreno. Pero pronto se volvió salvaje. Me montó con una facilidad que me hizo derretirme, sus senos rozaban los míos, su lengua no me dejaba escapar. Me quitó el sostén, besó cada uno de mis pezones con devoción, mientras sus dedos se deslizaban por debajo de mi panty. Su tacto era suave, pero firme. Sabía exactamente dónde tocarme, cómo acariciarme, cómo abrirme.
Yo gemía sin control mientras ella me lamía con la precisión de una amante experimentada. Su lengua jugaba con mi clítoris, entraba en mí, saboreándome como si me deseara desde siempre. Me retorcía de placer. Cuando sentí que me iba a correr, ella me miró desde abajo y susurró: “Ahora te toca a ti.”
La tumbé, bajé lentamente por su abdomen y probé su sexo por primera vez. Estaba empapada, deliciosa. Mi lengua jugó con sus labios, su entrada, su punto exacto. Ella se arqueaba, me sujetaba del cabello y gritaba mi nombre. Me corrí con ella, juntas, abrazadas, mojadas, envueltas en un placer tan suave como salvaje.
Desde aquella noche, dormimos juntas muchas veces más. Seguimos siendo amigas… pero cada vez que la luna está llena y no hay nadie más, nos perdemos la una en la otra. Y descubrimos, entre gemidos y besos, que los errores deliciosos son los que más se repiten.