Detrás del Espejo del Gimnasio
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Desde que me inscribí en el gimnasio del centro, mi motivación cambió. No era por adelgazar ni por tonificar el cuerpo. Era por ella. Lucía, la entrenadora personal más deseada del lugar. Treinta y pocos años, cuerpo atlético, mirada penetrante y una voz que hacía eco en mis pensamientos incluso después de salir del entrenamiento. Yo tenía 28, y aunque era nuevo en el lugar, noté desde el primer día que su forma de corregirme era... diferente.
Me tocaba con excusas, me guiaba poniéndose a mis espaldas, rozando sus caderas contra mí, y cada vez que sosteníamos la mirada en el espejo, había un juego silencioso que ambos conocíamos. Un martes por la noche, el gimnasio estaba casi vacío. Me pidió quedarme para “perfeccionar la rutina de piernas”. Yo acepté sin pensar. Me llevó a la sala de estiramiento, cerró la puerta y puso música suave. Entonces me dijo: “Necesito ver cómo manejas la resistencia”.
Se puso de rodillas y empezó a masajear mis piernas, subiendo lentamente. Sus manos no tardaron en llegar a mi entrepierna, y antes de que pudiera decir algo, ya había bajado mi short y se lo metía entero a la boca. Su lengua jugaba con cada rincón mientras yo gemía ahogado. La tomé por los hombros y la hice recostarse sobre la colchoneta, le arranqué el legging de un tirón y me encontré con que no llevaba ropa interior. Su coño estaba empapado.
La penetré de un solo movimiento, haciéndola gemir fuerte, sin importarnos si alguien escuchaba. Sus piernas se envolvieron en mi espalda mientras yo embestía con furia contenida. Cambiamos de posición varias veces, como si fuera una rutina de cardio extremo. Cuando ella se sentó sobre mí y comenzó a rebotar como una amazona salvaje, perdí el control. Me corrí dentro de ella mientras gritaba mi nombre como si fuera su mantra.
Después de eso, se acomodó el cabello, me dio una nalgada suave y me dijo: “Esta será nuestra nueva rutina nocturna. Lunes, miércoles y viernes, a la misma hora.” Desde ese entonces, el gimnasio ya no es un lugar para hacer ejercicio. Es nuestro templo del deseo, donde cada espejo es nuestro testigo silencioso de nuestras perversiones compartidas.
Lucía ya no es solo mi entrenadora. Es mi droga, mi desahogo, y la razón por la que sudo… incluso antes de comenzar a entrenar.