La oficina estaba en silencio absoluto. La mayoría de los empleados se había marchado hacía más de una hora. Las luces de la ciudad se reflejaban en los ventanales, y el murmullo lejano del tráfico se filtraba como un suspiro constante. Me quedé terminando un informe cuando escuché unos tacones acercándose por el pasillo.
Era Laura, mi jefa directa, con un vestido ajustado color burdeos que resaltaba cada curva de su figura. Su cabello suelto caía sobre sus hombros y su perfume suave llenó la sala en cuanto cruzó la puerta.
—Pensé que ya te habías ido —dijo, apoyándose en el marco, con una sonrisa que no sabía si era de cortesía o de algo más.
—Tenía que acabar el informe para mañana —respondí, intentando mantener la voz firme mientras mis ojos inevitablemente recorrían sus piernas.
Se acercó lentamente, apoyando una mano sobre mi escritorio. El escote de su vestido se inclinó hacia mí y pude ver un destello de encaje negro. Mi corazón empezó a latir más rápido.
—Trabajas demasiado… deberías relajarte —susurró, dejando que sus dedos acariciaran mi brazo con una lentitud calculada.
Me levanté, intentando mantener la compostura, pero ella ya había invadido mi espacio personal. Su mano subió hasta mi cuello y me atrajo hacia sí, besándome sin previo aviso.
El beso fue intenso, cargado de deseo contenido durante semanas. Nuestras lenguas se encontraron con urgencia y el ambiente de la oficina, normalmente serio y formal, se transformó en algo prohibido y excitante.
Sus manos bajaron por mi pecho hasta llegar a mi cinturón. Desabrochó con destreza mientras me empujaba suavemente contra la silla giratoria. El sonido del cierre bajando resonó como un disparo en la quietud.
Se arrodilló frente a mí, deslizando mi ropa interior con movimientos lentos, disfrutando de la anticipación. Su boca me envolvió de golpe, y un gemido escapó de mis labios.
Su lengua dibujaba círculos y succión calculada, mientras sus ojos se mantenían fijos en los míos. Era una mirada de control absoluto, como si todo estuviera planeado desde que entró.
La tomé por el cabello, marcando un ritmo más profundo. Sus manos descansaban en mis muslos, apretando cada vez que mi respiración se aceleraba.
Me detuve y la levanté de un tirón, girándola hacia el ventanal. Sus manos se apoyaron en el cristal frío mientras yo subía su vestido lentamente, revelando un conjunto de lencería negra que contrastaba con su piel clara.
Deslicé la tela a un lado y la penetré con un empuje firme. Un jadeo escapó de su boca, empañando el cristal frente a ella. Mis manos sujetaban su cintura mientras aumentaba la intensidad de las embestidas.
La vista nocturna de la ciudad se mezclaba con sus gemidos, creando un cuadro perfecto de placer y transgresión. Podía ver su reflejo en el vidrio, el rostro extasiado que me impulsaba a seguir.
Mi mano libre se coló entre sus piernas, acariciándola mientras la penetraba. Sus caderas comenzaron a temblar y sus uñas arañaron el cristal.
El primer orgasmo la sacudió por completo, inclinando su frente contra el vidrio mientras su respiración se volvía entrecortada. Pero no le di tregua.
La giré, la senté sobre el escritorio y barrí con un brazo los papeles que quedaban. Me incliné para besarla con fuerza mientras entraba nuevamente en ella.
El escritorio crujía con cada movimiento. Su vestido, ahora completamente arrugado, caía a los lados dejando su torso expuesto. Lamí sus pezones, duros y sensibles, provocando gemidos más altos.
Se aferró a mi cuello, atrayéndome más hacia sí, moviendo las caderas para recibir cada embestida con ansias renovadas. El segundo orgasmo llegó con un grito suave y un espasmo que me hizo apretar los dientes para no acabar aún.
Me separé un momento para verla, con el cabello revuelto y la respiración agitada. Ella sonrió, como si supiera que aún quedaba más.
Me arrodillé frente a ella y la devoré con la lengua, saboreando su humedad, provocando que sus piernas se cerraran contra mis hombros. Sus manos enredadas en mi cabello me empujaban con fuerza.
Cuando sentí que estaba a punto de correrse otra vez, me incorporé y la tomé de pie, de espaldas a mí. Mis manos sujetaron sus pechos mientras la penetraba por última vez con un ritmo rápido e implacable.
El tercer orgasmo la dejó sin fuerzas, inclinada contra el escritorio, mientras yo explotaba dentro de ella con un gemido ahogado. Nuestras respiraciones se mezclaron en el silencio posterior.
La ayudé a ajustar su vestido, pero sus ojos aún tenían ese brillo travieso. —Esto queda entre nosotros —dijo con una media sonrisa.
—Por supuesto —respondí, sabiendo que ese “entre nosotros” podría repetirse más de una vez.