Siempre pensé que aquel verano sería uno más en la casa del lago, con sus noches tranquilas y el silencio roto solo por el canto de los grillos. Pero aquella tarde, todo cambió.
Habíamos llegado temprano, mi prima Clara y yo, para preparar la cena familiar. Ella vestía un short diminuto y una blusa ligera que dejaba ver sus hombros bronceados por el sol. No podía evitar mirarla de reojo, aunque sabía que era un deseo prohibido. Mientras encendía la parrilla, ella se inclinó sobre la mesa para alcanzar unos vasos, y el roce de su cuerpo contra el mío me dejó sin aliento. No dijo nada, pero sonrió como si hubiera sentido exactamente lo mismo. La tarde avanzó entre risas y copas de vino. Cuando el resto de la familia anunció que se iría a dar un paseo en bote, Clara y yo nos ofrecimos a quedarnos para cuidar la casa. Sabíamos que aquella era la oportunidad que ninguno había planeado, pero ambos deseábamos. La luz dorada del atardecer se filtraba por las ventanas cuando ella se acercó a mí, con una mirada que me atravesó por completo. Sin palabras, sus manos se posaron sobre mi pecho y comenzó a desabotonar mi camisa. Sentí el calor de su aliento rozar mi cuello, su perfume mezclándose con el aroma del lago. La besé, primero con timidez, pero pronto el deseo nos arrastró como una corriente imparable. Su lengua se enredó con la mía mientras nuestras manos exploraban territorios prohibidos. La blusa cayó al suelo y mis dedos recorrieron la suavidad de su piel, deteniéndose en sus pechos firmes y calientes. Clara gimió suavemente, mordiéndose el labio. Me guió hasta el sofá, empujándome con fuerza para que me sentara. Se arrodilló frente a mí y sus manos desabrocharon mi cinturón con una lentitud que me torturaba. Cuando liberó mi erección, sus ojos se iluminaron con deseo. La envolvió con sus labios y comenzó a succionarme, lento al principio, luego con una intensidad que me hizo aferrar sus cabellos con ambas manos. Mis caderas se movían al compás de su boca, mientras sus gemidos ahogados vibraban en mi piel. Me estaba volviendo loco, pero sabía que quería mucho más de ella esa noche. La levanté y la besé con hambre. Mis manos bajaron hasta sus nalgas y la alcé para sentarla sobre mis muslos. Ella deslizó su ropa interior a un lado y, con un movimiento decidido, se dejó penetrar lentamente. Su cuerpo se estremeció al sentirme dentro, y yo gemí al notar la calidez húmeda que me envolvía. Comenzó a moverse suavemente, como si quisiera prolongar la tensión, pero pronto los movimientos se volvieron más rápidos y desesperados. Mis manos recorrían su espalda mientras sus pechos rebotaban frente a mi rostro. Los tomé entre mis labios, chupando y mordiendo suavemente, arrancándole gemidos cada vez más intensos. Ella se inclinó hacia atrás, apoyando las manos en mis rodillas, dejándome ver cómo mi miembro desaparecía y reaparecía entre sus labios hinchados y brillantes. Esa imagen me estaba llevando al límite. La tomé por la cintura y la tumbé en el sofá. Me arrodillé frente a ella y me incliné para lamer su clítoris, saboreando el néctar que brotaba de su interior. Sus manos se aferraron a mi cabello mientras su respiración se aceleraba. Metí un dedo en ella, luego dos, moviéndolos con fuerza mientras mi lengua no dejaba de estimularla. Sus gemidos se transformaron en gritos ahogados, y su cuerpo se arqueó al alcanzar un orgasmo intenso. Sin darle tiempo a recuperarse, me puse de pie y la penetré de nuevo, esta vez con más fuerza. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la sala, junto con sus jadeos y mis gruñidos. Clara me miraba con ojos encendidos, pidiéndome más. Cambiamos de posición y la puse a cuatro patas sobre el sofá. Sus nalgas se movían provocativamente, y yo no pude resistir dar una palmada que la hizo gemir más fuerte. La penetré desde atrás, sujetando sus caderas para marcar el ritmo. Cada embestida hacía que sus pechos colgaran y se balancearan, un espectáculo que me volvía aún más salvaje. Ella arqueó la espalda, empujando contra mí para sentirme más profundo. Entre jadeos, me pidió que no parara, y yo obedecí, aumentando la velocidad hasta sentir que estaba a punto de explotar.