Confesión bajo la lluvia

 

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Volví a casa caminando cuando empezó a llover. La ciudad olía a tierra mojada y a promesas viejas. Me refugié bajo un alero y, para mi sorpresa, Lucía apareció corriendo desde la esquina, empapada y riendo como si hubiera estado esperando ese aguacero toda la semana.

Siempre había sido mi amiga de la universidad, la que corregía mis trabajos y me quitaba los nervios antes de exponer. Esa tarde, sin embargo, parecía una versión nueva de ella: desatada, viva, con los ojos brillando de algo que yo no me atrevía a nombrar.

—Sube a casa— le dije, temiendo que mis palabras fueran una puerta de la que ya no sabría volver.

En el ascensor no hablamos. Solo escuché el latido de mi pecho, el rumor del agua resbalando por su chaqueta y el crujido suave de su respiración. Cuando la puerta se abrió, la invité a entrar y encendí una luz cálida que dejó al margen el mundo.

Nos cambiamos la ropa mojada por prendas secas y enormes. Yo le ofrecí mi sudadera favorita; ella se perdió dentro de ella, dejando ver apenas la sonrisa. Me miró con una honestidad que me desarmó.

—Te iba a decir esto desde hace meses— confesó, y el silencio se volvió una llama.

Supe que no necesitábamos adornos. Nos acercamos, primero con timidez y luego con la naturalidad de quienes se reconocen por fin. El primer beso llegó despacio, como un secreto que por fin encuentra su sitio. Fue cálido, largo, y me dejó temblando por dentro.

La lluvia seguía en los cristales, marcando un ritmo que nos envolvía. Tomé su mano y la llevé hacia el sofá. Hablamos entre susurros, de miedos, de deseos, de los mil modos en que nos habíamos bordeado sin atrevernos a decirlo.

Cuando decidió quitarme la sudadera, lo hizo con una delicadeza que me erizó la piel. No hubo prisa: fuimos descubrimiento y cuidado, risa nerviosa y respiración compartida.

Apagué la lámpara. El mundo se redujo a nuestras manos, al tacto torpe y precioso de quien aprende a nombrar una historia nueva sin palabras explícitas. El resto pertenece a la penumbra, a esa frontera íntima donde dos adultos se encuentran y acuerdan.

Después, recostados, escuchamos la lluvia menguar. Nos prometimos café al amanecer y una cita sin excusas. Me dormí sabiendo que, desde esa noche, la ciudad sería distinta: más nuestra.