Confesión Ardiente en el Consultorio del Psicólogo

 

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Siempre creí que ir al psicólogo era para personas rotas y enfermas mentales. Pero después de varios ataques de ansiedad por mi rutina agotadora y relaciones fallidas, decidí acudir a uno. Nunca imaginé que mi terapia terminaría siendo la experiencia más excitante y liberadora de mi vida. Su nombre era Daniel. Un hombre de treinta y ocho años, voz suave, mirada profunda y una paciencia que me desarmaba con cada palabra. Desde la primera sesión, sentí que podía desnudarme emocionalmente frente a él. Lo que no sabía… es que también terminaría haciéndolo literalmente.

Conforme pasaban las semanas, nuestras charlas se volvieron más íntimas. Comencé a fantasear con él, a llegar con ropa ajustada, sin sostén, buscando llamar su atención más allá del discurso. Él notaba mis gestos, mis pausas, mis suspiros. Hasta que una tarde, durante una sesión especialmente emocional, rompí en llanto. Me acerqué a él buscando consuelo y terminé abrazándolo. Su mano en mi espalda, firme pero cálida, me hizo estremecer. Sentí su respiración acelerarse. Lo miré y le dije: “¿Puedo confesarte algo… más profundo?”

Sin esperar respuesta, lo besé. Él dudó al principio, pero cuando nuestras lenguas se encontraron, toda contención desapareció. Me subió a su escritorio, me desabrochó la blusa y comenzó a besarme los pezones endurecidos por la excitación. Mis piernas rodearon su cintura. Deslizó su mano bajo mi falda y descubrió que no llevaba ropa interior. “¿Planeado?”, murmuró. Solo respondí con un gemido. Me penetró ahí mismo, con fuerza, con necesidad acumulada. El escritorio crujía bajo mis nalgas mientras él me embestía como un hombre hambriento de placer prohibido.

Me pidió que me pusiera en cuatro sobre el sillón donde antes lloraba mis traumas. Ahora, lo usaba para gemir de placer. Su lengua recorrió mi espalda hasta mis nalgas, lamiéndome con precisión, haciéndome rogar por más. Me dio nalgadas suaves, me agarró del cabello y me dijo al oído que había soñado esto tantas veces. Me corrí con un grito ahogado mientras su pene seguía empujándose dentro de mí, impecable. Cuando él se vino, lo hizo sobre mis senos, jadeando con el cuerpo tembloroso.

Me ayudó a vestirme. Me besó la frente. “Esto también forma parte de la sanación”, y lo dijo con una sonrisa. Desde entonces, cada sesión incluye confesiones… físicas, mentales y carnales. Nunca volví a llorar en su consultorio. Ahora solo tiemblo, pero de placer.

Y sí… sigo yendo a terapia todas las semanas. Porque con él, sanar nunca se sintió tan sucio… ni tan delicioso.