Cuando me mudé a la residencia estudiantil, no imaginaba que mi compañera de cuarto se convertiría en mucho más que una amiga. Luna era divertida, atrevida, y no tenía problemas con la desnudez. Se cambiaba frente a mí como si nada, caminaba en tanga por la habitación y muchas noches dormía solo con una camiseta. Yo nunca había estado con una mujer, pero verla cada día me despertaba sensaciones que no podía negar. Y ella lo sabía.
Una noche de tormenta, el corte de luz dejó todo a oscuras. Nos quedamos acostadas en la misma cama, hablando en voz baja. Luna se acercó y me dijo al oído: “¿Alguna vez pensaste en besarme?” Me quedé en silencio, temblando. “Porque yo sí lo soñé más de una vez.” Y entonces lo hizo. Me besó lenta, profundo, con los labios suaves y cálidos. Me dejé llevar. Su mano recorrió mi cintura, subió por debajo de mi camiseta y acarició mis senos. Gemí bajito.
Me quitó la ropa con una delicadeza que nunca había sentido. Su lengua bajó por mi pecho, mi ombligo, hasta llegar a mi entrepierna. Me abrió suavemente con los dedos y comenzó a lamerme como si supiera exactamente cómo hacerlo. Sus movimientos eran lentos, circulares, precisos. Me agarré de su cabello, temblando, mojada, rendida. Me corrí en su boca, sin poder contener los gemidos.
Después se acostó sobre mí. “Tu turno”, dijo con una sonrisa. Bajé nerviosa pero excitada. Me perdí entre sus muslos, besándola, saboreándola. Luna gemía, me decía lo rica que era mi lengua, y cuando se vino, su cuerpo tembló sobre mi cara. Nos abrazamos, sudadas, respirando fuerte.
Desde esa noche, nunca dormimos separadas. Compartimos ropa, secretos… y orgasmos diarios. Y cuando alguien nos pregunta si es difícil convivir con otra chica, solo nos miramos y sonreímos. Porque entre gemidos, caricias y deseo, descubrimos que el amor no entiende de reglas… solo de placer.