Mi nombre es Yadira, tengo 26 años y trabajo como asistente en una agencia de publicidad. Mi jefa, Marlene, es una mujer imponente: elegante, seria y de labios gruesos que no puedo dejar de mirar. Todo cambió el día que cometí un error en una presentación importante. Me pidió que me quedara después del horario. Pensé que me despediría… pero no fue así.
Me llevó a su oficina y cerró la puerta con seguro. “¿Sabes lo que mereces por tu falta de atención?”, me dijo mientras caminaba detrás de mí. Sin esperar respuesta, me empujó contra el escritorio y me levantó la falda. “Hoy aprenderás a obedecer”. Me bajó la ropa interior y comenzó a besarme lentamente la entrepierna, con su lengua recorriendo cada rincón. Gemía sin control, mientras sus dedos jugaban con mi cuerpo y su lengua me hacía perder el sentido.
Luego me hizo sentarme en su silla, me abrió las piernas y se arrodilló frente a mí. “No digas nada. Solo gime”. Y así lo hice. Me devoraba como una loba hambrienta, con lengua rápida y profunda, haciéndome gritar de placer. Sentía su dominio en cada caricia, en cada orden, en cada mirada. Yo era su muñeca esa noche… y me encantaba serlo.
Desde entonces, cada vez que cometo un error —real o fingido— sé que me espera una sesión de castigo oral que me deja temblando. Nadie en la oficina lo sabe, pero en esa puerta cerrada… soy su sumisa favorita.