El gimnasio estaba cerrando y los pasillos quedaban en silencio. Yo terminaba mi rutina cuando vi a Julia, la entrenadora, entrando al camerino femenino con una toalla al hombro.
La puerta estaba entreabierta y escuché la ducha correr. Llamé suavemente y su voz me invitó a pasar.
Julia estaba envuelta en vapor, con gotas de agua resbalando por su piel. Sonrió al verme, sin cubrirse.
—Pensé que te habías ido —dijo, acercándose. El calor del lugar se mezclaba con el de su cuerpo.
Me besó con intensidad, presionando su cuerpo contra el mío. Sus manos bajaron por mi espalda hasta mi cintura.
La empujé suavemente contra la pared de azulejos, sintiendo su piel húmeda bajo mis manos.
Se arrodilló y tomó mi erección en su boca, moviéndose con un ritmo lento pero seguro. Su lengua recorría cada rincón, arrancándome gemidos.
La levanté y la senté en el banco de madera, apartando su toalla para besar su intimidad. Sus piernas temblaban mientras mi lengua jugaba con ella.
Su primer orgasmo llegó con un gemido ahogado. Me miró con deseo puro.
La penetré con fuerza, sosteniéndola por las caderas. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el goteo del agua.
Julia se aferraba a mis hombros, arqueando la espalda para recibir cada embestida.
La giré para tomarla por detrás, con sus manos apoyadas en el banco. Su segundo orgasmo la hizo gemir sin control.
Yo no pude aguantar más y me derramé en ella, abrazándola por la espalda.
Nos quedamos unos segundos recuperando el aliento, con el vapor envolviéndonos.
Julia sonrió y dijo: —Creo que acabas de encontrar mi método favorito para estirar después del entrenamiento.