La cinemateca despedía a los últimos espectadores con el rumor de abrigos y pasos apagados. En el vestíbulo quedaban carteles de ciclos pasados, una lámpara encendida sobre la boletería y el olor amable de las palomitas que ya no se venden a esa hora.
Ella salió de la sala con el abrigo sobre los hombros y la mirada aún prendida a la pantalla que acabábamos de compartir. Tenía el gesto de quien regresa despacio de otra ciudad. Me vio y sonrió, como si hubiéramos acordado encontrarnos allí sin haberlo dicho.
—El final siempre parece más verdadero cuando se encienden las luces —murmuró, ajustándose la bufanda.
Asentí. El acomodador, cómplice de los rezagados, nos dejó volver a la sala un instante "para una foto". Adentro, la pantalla era un rectángulo pálido y las butacas guardaban el calor reciente de las historias.
Nos sentamos en la fila J, butacas 11 y 12. La penumbra tenía ese espesor amable que invita a hablar en voz baja. En la pantalla vacía persistía una bruma, como si la película se negara a terminar del todo.
Ella apoyó el programa de mano en sus rodillas y trazó con el dedo un círculo sobre el nombre de la protagonista. «Se parecía a nosotras», dijo en plural sin corregirse. El plural nos calzó justo.
El reloj de pared marcó un minuto más y el proyector suspiró desde la cabina. Un eco lejano, como un latido viejo. Compartimos un caramelo que quedó en el bolsillo del abrigo, mitad para cada uno.
—No me gusta salir corriendo de las películas —confesó—. Siempre hay algo que se queda en la sala esperando que uno vuelva.
Le acomodé un mechón detrás de la oreja. El gesto, mínimo, movió la luz de sitio. Nuestros hombros se rozaron y la butaca crujió con una cortesía de madera antigua.
El primer beso fue lento, cuidadoso, como la toma fija de un director que confía en sus actores. Olía a menta y a invierno. Mis manos encontraron las suyas y los dedos encajaron con un alivio que parecía largamente ensayado.
Nos reímos bajito de esa torpeza hermosa de los créditos que no quieren terminar. Los parlantes, en silencio, parecían escuchar. Afuera, alguien cerró una puerta y el sonido quedó lejos, como si ya no perteneciera a nuestra película.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro; yo dejé la mejilla sobre su cabello. En la pantalla blanca, nuestra sombra se dibujó sin guion: dos perfiles que se acercan y, cuando por fin se tocan, descubren que la escena ya estaba escrita.
—¿Te quedas un rato más? —preguntó, sin urgencia.
Nos quedamos. Hablamos de escenas favoritas, de músicas que se quedan días enteros rondando la memoria, de ciudades que se filman mejor con lluvia. En cada palabra había un puente, en cada silencio, un muelle.
Cuando encendieron la luz del pasillo, la sala no perdió su encanto: lo repartió en los bordes, como una última caricia. Nos pusimos de pie al mismo tiempo, y esa sincronía nos hizo reír otra vez.
En el vestíbulo, la encargada levantaba las alfombras con paciencia de domingo. Cruzamos una mirada de despedida cómplice; no dijo nada. El neón de la marquesina zumbó un sí chiquito.
En la vereda, la noche tenía olor a asfalto lavado. Ella deslizó su mano dentro de la mía mientras caminábamos hasta la esquina. El mundo, de pronto, era un travelling lento en el que los semáforos nos guiñaban a favor.
—La próxima vez —dijo—, butacas 12 y 13. Para seguir cambiando el final, de a poco.
Nos despedimos con un beso claro y la promesa sin calendario de repetir la escena. Al mirar atrás, la marquesina parecía escribir nuestros nombres con una luz prudente. La ciudad, como un proyector distante, siguió rodando por nosotros.