Desde el primer instante en que entré en su apartamento, sentí que todo iba a cambiar. Ella, una mujer de 43 años, con una presencia magnética y una seguridad que no admitía réplica, me observaba con una mezcla de deseo y autoridad que me dejó sin aliento. Yo, apenas 22 años, estaba listo para entregarme a ese juego de poder y placer.

La luz tenue y las velas creaban un ambiente perfecto para lo que vendría. Me pidió que me desnudara lentamente, y cada prenda que caía hacía crecer la tensión entre nosotros. Sus manos recorrían mi piel con una mezcla de ternura y firmeza, despertando sensaciones desconocidas. Me ató las muñecas con suaves esposas de cuero y comenzó a besarme el cuello, bajando lentamente por mi torso.

Sus caricias alternaban entre dulzura y dominación, sus susurros eran órdenes que obedecía sin cuestionar. Cuando me penetró, sentí una mezcla de dolor y placer indescriptible. Su ritmo era constante, firme y decidido, cada embestida un recordatorio de su control y mi entrega total. Nos perdimos en ese juego, entre gemidos y susurros, hasta quedar exhaustos y satisfechos.

Al terminar, me abrazó y susurró al oído: “Eres mío.” Y en ese momento supe que había encontrado mi lugar.