El ascensor llegó al último piso con un susurro metálico y las puertas se abrieron a una terraza amplia que olía a sal y a azahares. La noche estaba limpia; abajo, la ciudad costera era una constelación derramada y, más allá, el mar respiraba en una cadencia que parecía antigua.
Ella me esperaba junto a la baranda, envuelta en una chaqueta ligera que el viento intentaba reclamar. Tenía la mirada puesta en la línea donde el negro del océano se rendía al brillo pálido de la luna.
—Subí por curiosidad —dijo, sin volverse—. Me quedé por el sonido del agua.
Me coloqué a su lado. El metal frío de la baranda, la tibieza de su hombro rozando el mío y el aroma sutil a cítricos hicieron su propia coreografía.
—Aquí arriba el tiempo se comporta distinto —respondí—. Como si la ciudad tuviera pulso de marea.
Ella sonrió de medio lado. Abrió una botella que llevaba en una bolsa de tela y sirvió dos tragos en vasos pequeños, improvisados. Brindamos sin solemnidad. El líquido supo a fruta madura y a plan secreto.
Hablamos de mapas: de lugares en los que uno cree haber estado antes de estar, de faros que guiñan sin cansancio, de trenes que no se toman pero dejan la certeza de un destino posible. Con cada frase, la distancia se hacía menos necesaria.
Un ave cruzó la noche como una tilde y se perdió sobre el muelle. Ella señaló una hilera de luces mar adentro y contó la historia de un barco que regresa cada primavera. Su voz tenía la calma de quien conoce la ruta de memoria.
El viento nos obligó a acercarnos un poco más. Mi mano encontró la suya con naturalidad. Los dedos encajaron como si recordaran algo que la cabeza todavía no sabía.
—No sabía que necesitaba esto —susurró—. Altura, aire, alguien que no pregunte de más.
Nos movimos hacia un rincón protegido por un muro bajo, donde las plantas en macetas hacían ruido de selva mínima. Las luces de la ciudad quedaron a la derecha, el mar llenó toda la visión frontal. La azotea parecía un país nuevo con frontera de cielo.
Nos sentamos en el suelo, espalda contra la pared encalada. La chaqueta compartida se volvió abrigo de dos, y debajo el calor fue un idioma completo. La conversación bajó de volumen hasta que lo único que quedó nítido fue el compás del agua y nuestras respiraciones.
El primer roce fue una caricia en la mejilla, como quien aparta un mechón rebelde y de paso toma nota de la temperatura de la piel. Ella cerró los ojos un instante que duró todo lo necesario.
El beso llegó despacio, sin escenografía: apenas la boca encontrando la boca, una suavidad que, sin pedir permiso, puso a la noche de nuestro lado. El mar, abajo, redobló su firma.
—No corramos —dijo, con la frente apoyada en la mía—. Hay marea alta y tiempo suficiente.
La tomé de las manos y las llevé a mi pecho, donde el corazón se había puesto imprudente. Ella rió bajito, como quien reconoce una canción querida. El viento siguió jugando con la chaqueta; la sujeté mejor sobre sus hombros.
Quisimos hablar y no hizo falta. La ternura se volvió gesto: apoyar la cabeza en su clavícula, seguir el contorno del cuello con la punta de los dedos, trazar en silencio un mapa breve que terminaba siempre en un abrazo.
Desde el puerto llegó el eco de una sirena, larguísimo, azul. En ese sonido cabían todos los viajes que no hicimos y los que, tal vez, haríamos. La azotea, mientras tanto, sostuvo la promesa sin reclamar nada a cambio.
Nos pusimos de pie para mirar la costa desde otro ángulo. Las olas rompían en franjas blancas, y un barco pequeño dejaba una estela que parecía tiza sobre la pizarra del agua. Ella apoyó la cabeza en mi hombro; yo conté las respiraciones hasta que el conteo se volvió abrazo.
—Si pudiéramos guardar este momento en una botella —dijo—, lo abriría cada vez que el día se ponga ruidoso.
—O cada vez que el mar se aleje —completé.
La luna subió un palmo y el frío quiso reclamar su parte. Compartimos el último trago. El vidrio frío en los labios, la lengua con sabor a fruto, el mar diciendo «aquí» una y otra vez, como un mantra.
Apoyé mi mano en la baranda detrás de su cintura. Ella respondió inclinándose apenas hacia mí, un gesto mínimo que sin embargo cambió la gravedad del mundo. Otro beso, esta vez más largo, más cierto, como si la noche nos hubiera firmado un salvoconducto.
El edificio exhaló un crujido leve, y la antena del techo vecino señaló una constelación inventada. Nos reímos del augurio doméstico, cómplices de un secreto sin nombre.
Antes de bajar, nos quedamos unos minutos en silencio, mirando cómo una nube cruzaba lenta el faro y lo volvía un parpadeo. Alguna vez alguien diría que fue una noche cualquiera; nosotros sabríamos que no.
En el ascensor, el espejo nos devolvió una versión más luminosa de lo que habíamos sido al subir. Ella ajustó la chaqueta; yo guardé en el bolsillo una servilleta con una mancha de vino que parecía un mapa de islas.
En el lobby, la música era apenas una hebra. Abrimos la puerta y el olor a sal nos acompañó hasta la calle. Ella tomó mi mano un instante—el tiempo justo para firmar un acuerdo breve—y sonrió como quien ha encontrado el norte.
Nos despedimos en la esquina con una promesa sin calendario: volver a subir cuando la marea vuelva a latir en lo alto.