Andén de tren al amanecer

 

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El primer tren del día aún no aparecía y la estación estaba casi vacía. La luz del amanecer entraba oblicua, dorando los carteles y dejando al descubierto el brillo húmedo de los rieles.

Ella llegó con un abrigo beige y una bufanda oscura. Traía en la mano un libro subrayado y en la mirada el cansancio dulce de quien ha dormido poco y soñado mucho.

—Creí que no alcazaría este tren —dijo, sonriendo sin prisa. Su voz sonó como un acorde menor que de pronto se vuelve mayor.

Nos acomodamos en el banco largo de madera. El altavoz crujió una notificación y volvió el silencio, tan claro que se escuchaban nuestras respiraciones.

Me preguntó por el destino; respondí con una ciudad que también era una excusa. Ella señaló el horizonte pálido por donde asomaban chimeneas y pájaros sin nombre.

—Me gustan las horas en que la ciudad recuerda que es un puerto —susurró.

Le ofrecí un café de termo. Nuestras manos se rozaron en el intercambio y el gesto encendió algo pequeño y verdadero, como una cerilla en la penumbra.

Hablamos de libros que guardan boletos viejos entre las páginas, de estaciones donde el reloj parece manso, de despedidas aprendidas de memoria. Cada frase acortaba la distancia.

Un viento frío nos obligó a compartir el abrigo por un momento; fue suficiente para que los hombros se reconocieran. La piel tiene memoria, pensé, incluso cuando las agendas no.

Ella apoyó la cabeza en mi hombro, apenas el tiempo de un suspiro. La megafonía anunció la llegada inminente; en el suelo vibraron piedritas invisibles.

—A veces lo único que necesitamos es un andén —dijo—. Un lugar donde esperar sin prisa.

Le aparté un mechón de la frente. No había nadie alrededor. El beso fue simple y claro, como el primer rayo que cruza los vidrios altos de la marquesina.

El tren curvó la esquina con un brillo metálico. Ella guardó el libro, yo el termo. Antes de subir, tomó mi mano y la apretó con una convicción tranquila, la de quienes entienden que algunos viajes comienzan antes del primer vagón.

Nos despedimos con una promesa sin calendario: volver a este andén cuando el amanecer necesite testigos. El tren partió; su silueta quedó contra la ventana como una firma breve. Y el andén, de pronto, supo mi nombre.