El último tren del día se retrasó lo justo para que el cielo terminara de encenderse. Sobre el mar, el anochecer iba del naranja al violeta con una paciencia casi humana, y la estación, abierta a la brisa salada, olía a madera húmeda y a regreso.
Ella llegó con un abrigo claro y una maleta pequeña que parecía conocer todos los andenes del mundo. Se detuvo junto al cartel que anunciaba el horario modificado y sonrió como quien acepta el capricho de la marea.
—Parece que el océano pidió prórroga —dijo, acercándose al borde de la plataforma. Su voz tenía esa textura de crepúsculo que suaviza cualquier prisa.
El altavoz carraspeó una disculpa y volvió a callar. En el aire había gaviotas lejanas, vapor de té de la cantina y el golpe rítmico del oleaje contra los pilotes.
Nos sentamos en un banco de madera que crujía con dignidad de barco viejo. Ella extendió una bufanda sobre ambos y el gesto convirtió el frío en excusa. Compartimos un vaso de papel caliente y el aliento hizo su propia niebla.
—¿Sabes? —comentó— Hay estaciones que son puertos camuflados. Uno no se despide, simplemente cambia de viento.
Le mostré el faro que, a lo lejos, hacía parpadear su ojo blanco con la constancia de los que esperan. Hablamos de rutas imaginarias sobre el agua: ciudades con nombres de sal, hoteles con balcones hacia la espuma, mapas dibujados en servilletas.
Cuando el sol se escondió, las farolas del andén prendieron una a una, como si alguien soplara velas invisibles. El reflejo en los rieles parecía tinta fresca. Un vendedor pasó ofreciendo almendras; compramos un puñado y el azúcar crujió entre risas bajas.
El viento nos obligó a acercarnos más. Las olas escupieron gotas que llegaron hasta nuestros zapatos. Ella apoyó la cabeza en mi hombro un instante, como si el mar fuera un metrónomo y nosotros la partitura.
—Debí tomar un tren antes —confesó—, pero hay demoras que agradezco.
La miré y, en sus pupilas, se reflejaba la línea del horizonte. Mi mano encontró la suya con la naturalidad de un puerto que reconoce su barco. No hubo ceremonia: sólo dedos que encajaron, abrigo compartido, un silencio lleno de significado.
El primer gesto fue mínimo: acomodar un mechón rebelde detrás de su oreja. Ella cerró los ojos, se inclinó apenas y el mundo se redujo al sonido de un beso que supo a sal y promesa.
El andén respiró hondo con nosotros. Las tablas guardaron una memoria tibia de la cercanía. No hubo urgencia; la noche nos enseñó una lentitud luminosa, un idioma sin apuros donde cada caricia era una sílaba y cada susurro, una frase completa.
El faro parpadeó de nuevo. A lo lejos, un punto de luz se movió como un insecto dorado: el tren venía curvando la línea de la costa. Ella apretó mi mano y yo respondí con un «estoy aquí» que no necesitó sonido.
—Cuando vuelva —dijo—, quiero encontrar este mismo cielo. Y tu hombro.
El convoy entró con su rumor de hierro amable y frenos contenidos. El altavoz volvió a disculparse, ahora por la llegada. Antes de subir, ella dejó su maleta en el escalón y se volvió hacia mí con una sonrisa que ya conocía el camino.
Nos despedimos sin drama: apenas otro beso, una palmada cómplice, la promesa sin calendario de reincidir en la misma hora. El tren partió, llevándose su silueta detrás del vidrio; el andén quedó con su olor a almendra y sal.
La noche, satisfecha, bajó un tono. El faro siguió guiñando, y supe que, de algún modo, aquel parpadeo era también para mí. Caminé hasta el extremo de la plataforma y dejé que el mar me firmara el abrigo con su bruma. Había aprendido el nombre secreto del anochecer: el de una espera que ya no pesa.