El vuelo nocturno estaba casi vacío. Yo viajaba en primera clase y noté que la auxiliar de vuelo, Lucía, no dejaba de mirarme con una sonrisa discreta. El servicio había terminado y el pasillo estaba en silencio.
Se inclinó para preguntarme si necesitaba algo más, y su perfume me envolvió. —Podríamos hablar un momento en la cabina de descanso —susurró, señalando una pequeña puerta al fondo.
La seguí y entramos en un espacio reducido, apenas iluminado. Lucía cerró la puerta y me besó con urgencia, como si llevara horas conteniéndose.
Sus manos desabrocharon mi cinturón mientras yo acariciaba sus caderas. La tela de su uniforme era suave, pero lo que había debajo me encendía aún más.
Se arrodilló y tomó mi erección en su boca, moviéndose con un ritmo experto. El zumbido constante del avión era la única banda sonora.
La levanté y apoyé contra la pared estrecha de la cabina. Subí su falda y aparté su ropa interior para penetrarla lentamente.
Sus manos se aferraban a mis hombros mientras sus gemidos se perdían en mi cuello. La sensación de estar tan cerca del cielo hacía que todo fuera más intenso.
La giré para tomarla por detrás, con sus manos apoyadas en la pared. Cada embestida hacía que su respiración se volviera más rápida.
Su primer orgasmo llegó con un gemido ahogado y su cuerpo temblando.
Me arrodillé detrás de ella y la lamí, prolongando su placer mientras sus piernas apenas la sostenían.
La volví a penetrar, esta vez sentados en el pequeño asiento plegable, con ella cabalgando sobre mí.
Sus movimientos eran lentos al principio, pero pronto aceleró, apretándome con fuerza.
Yo estaba al límite. Un último empuje me llevó al clímax, derramándome mientras la abrazaba.
Nos acomodamos rápidamente, riendo en silencio. Lucía me guiñó un ojo: —Ahora sí, vuelve a tu asiento… y actúa como si nada.
Regresé, con el corazón acelerado y la sensación de haber vivido un secreto a diez mil metros de altura.