La fiesta en la azotea estaba en su punto más alto. Las luces de la ciudad brillaban a lo lejos y la música se mezclaba con el murmullo de las conversaciones.

Me apoyé en la baranda para disfrutar de la vista cuando Mariana se acercó con una copa en la mano. Llevaba un vestido corto que apenas cubría sus muslos.

—Hace calor aquí arriba —dijo, y su mirada tenía una chispa traviesa.

Nos alejamos del grupo y encontramos un rincón detrás de una estructura de madera que decoraba la terraza. Allí, el ruido se sentía más lejano.

La besé, y su copa cayó al suelo sin que le importara. Mis manos se deslizaron por su espalda y bajaron hasta sus caderas.

Se giró, apoyando las manos en la baranda, con la ciudad de fondo. Levanté su vestido y aparté su ropa interior.

Me arrodillé y la lamí con calma, sintiendo su cuerpo tensarse. Sus gemidos se mezclaban con el viento que soplaba fuerte.

Su primer orgasmo llegó rápido, con sus piernas temblando. La levanté y la giré para besarla de nuevo.

La penetré despacio, con la ciudad iluminada como testigo. Sus manos me agarraban fuerte, y sus caderas seguían el ritmo.

La tomé por detrás, apoyándola en la baranda. Cada embestida la hacía jadear más fuerte.

Su segundo orgasmo la dejó arqueando la espalda, con el viento enredando su cabello.

Yo estaba al límite y aceleré, derramándome en ella mientras la sujetaba por la cintura.

Nos acomodamos rápido y regresamos a la fiesta, intercambiando una sonrisa cómplice.

Desde ese momento, cada vez que miraba la ciudad desde lo alto, recordaba esa noche.