Desde el primer momento supe que ella tenía el control absoluto. Coraima, una mujer de 44 años, elegante, segura y dominante, me miraba con una mezcla de deseo y autoridad que me desarmaba por completo. Yo, un joven de 22 años, me sentía atraído y a la vez intimidado, pero deseaba entregarme completamente a sus juegos.
Una noche me invitó a su apartamento. La luz tenue y la música suave creaban un ambiente perfecto para lo que estaba por venir. Me pidió que me desnudara lentamente, mientras sus manos recorrían mi cuerpo con caricias que despertaban cada fibra de mi ser. Me ató las muñecas con suaves esposas de cuero y comenzó a besarme con pasión contenida.
Su lengua bajó por mi cuello hasta mis pezones, que mordisqueó con delicadeza, mientras me susurraba órdenes que yo obedecía sin cuestionar. Cuando por fin me penetró, sentí una mezcla de dolor y placer que me hizo gemir con intensidad. Sus embestidas eran firmes y decididas, cada una una declaración de poder y sumisión mutua.
Después de horas de juegos, gemidos y susurros, nos quedamos abrazados y satisfechos, sabiendo que habíamos encontrado una conexión única basada en el deseo, el respeto y la entrega absoluta.